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Han pasado 20 años desde que un grupo de terroristas, mayoritariamente de nacionalidad saudita, secuestraron cuatro aviones y estrellaron dos de ellos contra las Torres Gemelas de Nueva York, otro contra el Pentágono, y perdieron el control de uno más, que terminó estrellándose en un campo de Pensilvania. Los que fueron, con toda probabilidad, los atentados más trascendentales en la historia humana, cambiaron de forma duradera a la sociedad estadunidense, sus relaciones con la comunidad internacional y las vidas de millones de personas que nada tuvieron que ver con esos brutales acontecimientos.

Por decisión del entonces presidente George W. Bush y de sus sucesores en la Casa Blanca, los ataques del 11 de septiembre de 2001 quedaron ligados a la llamada “guerra global contra el terror”, con la cual Washington elevó el terrorismo a la categoría de amenaza principal para su seguridad nacional. En esa guerra contra un enemigo etéreo, elusivo e incluso indefinible, la superpotencia ha invadido Afganistán, Irak y Siria, además de efectuar “operaciones antiterroristas” en 85 países, un eufemismo tras del que hay programas de asesinato vía drones, acciones encubiertas y uso de fuerzas especiales clandestinas, incluyendo secuestros y desapariciones de “sospechosos”. Además de estas violaciones atroces a los derechos humanos, Estados Unidos impuso a su propia población y al resto del planeta un enfoque paranoico y policial que aportó poco o nada en términos de seguridad, pero minó –de manera, hasta hoy, irreversible– la privacidad de los ciudadanos y la soberanía de los estados. Mediante el “Acta Patriótica” y otras disposiciones, se habilitó al aparato gubernamental estadunidense para interferir comunicaciones privadas y hacer seguimientos ilegales sin más motivo que la religión o el origen étnico de los afectados.

Las pérdidas causadas por esta guerra son más aterradoras, si cabe, que las ocasionadas por los atentados mismos. Los datos oficiales del Departamento de Defensa estadunidense cifran en 7 mil 74 muertos y 53 mil 283 heridos las bajas entre su personal militar y civil; sin embargo, estos números excluyen a 14 mil 874 soldados de países aliados, a más de 8 mil mercenarios, 892 trabajadores de organizaciones no gubernamentales y 680 periodistas muertos. Pero, sobre todo, dejan de lado a las casi un millón de víctimas civiles en las naciones invadidas, a la incalculable cantidad de personas que han perdido la vida por el hambre o la falta de servicios sanitarios provocados por la guerra, y a los 37 millones de seres humanos que perdieron sus hogares o se vieron forzados a migrar por la violencia desatada en nombre de la “guerra contra el terror”.

Washington ha exportado la catástrofe, pero también se la ha infligido a sí mismo al desviar para fines militares unos recursos que pudieron emplearse en el combate a la pobreza, el rescate de la educación pública, la atención sanitaria para los millones de estadunidenses que no cuentan con ella o la rehabilitación de unas infraestructuras que hoy colocan a la nación más rica del mundo lejos del resto del mundo desarrollado en casi cualquier parámetro de bienestar. De acuerdo con el proyecto The Costs of War, de la Universidad de Brown, cuando se consideran todos los gastos asociados a la guerra contra el terrorismo, el costo para los contribuyentes estadunidenses asciende a 8 billones (millones de millones) de dólares, todo ello mientras 40 millones de personas dentro de sus fronteras viven debajo de la línea de pobreza, 27 millones carecen de un seguro médico, las condiciones de la infraestructura son consideradas “debajo de los estándares” por la Sociedad Estadunidense de Ingeniería Civil y la educación enfrenta un deterioro alarmante.

A dos décadas de los salvajes atentados y de la no menos atroz respuesta lanzada por Washington y sus aliados, no puede sino concluirse que la violencia únicamente puede engendrar más violencia, y que la guerra no es ni puede ser el camino para librar al mundo del flagelo del terrorismo. Las pérdidas humanas, materiales y civilizatorias de la “guerra global contra el terror” deben ser un recordatorio permanente de que sólo el diálogo, la democracia y el respeto a la otredad pueden guiar a la paz entre las naciones y al interior de ellas.

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Edición: Emilio Gómez

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