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Huele a tiempo de finados

Janal Pixán: hacer presentes a los que se adelantaron, montarles un altar para decirles que los extrañamos
Foto: Fernando Eloy

Desde hace rato, los peninsulares salivamos ante la aproximación de noviembre, donde los finados nos convidan de su vianda favorita: los mucbipollos. Siempre me he preguntado por qué, si nos gustan tanto, no podemos hacerlos y disfrutar, cualquier día del año. 

Quizá tenga que ver con las enseñanzas que nos dieron de que las delicias, son pecado o engordan. Que no hay que olvidar que vivimos en un valle de lágrimas, y eso de disfrutar y ser feliz, es casi casi una blasfemia. 

 

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Si vivir es únicamente hablar del calor tan terrible que padecemos entrando noviembre, el tráfico que trajeron las inmobiliarias que brotaron como hongos, o algo sabroso, juicios y sentencias sobre las básculas y sabanas ajenas… me parece que ya hay muchos muertitos circulando entre nosotros. 

La ciudad se viste del jalogüin, como la moda que nos ha ido engullendo en los últimos tiempos. Me pregunto si la gente entiende que la frase de “Trick or treat” quiere decir “te hago una maldad si no me das algo”. Me encantó lo que unas señoras escribieron en la foto de su reunión: “All treats, no tricks”. “Sólo gustos, nada de sustos”.

Cuando murió mi abuelo en San Antonio, Texas, donde vivió 60 años, señoras de la parroquia se presentaron solidarias a la casa con comida. Era su manera de manifestar empatía. Ambas culturas vivimos el duelo de diferente manera. Ellos, por lo general, al enterrar al difunto, leen el testamento, arreglan sus asuntos y siguen adelante. Aunque hay quien necesita más, y es así como en California el Día de los Muertos atrae a muchos anglosajones que reconocen su necesidad de vivir el duelo con más profundidad y en la comunidad latina, encuentran el espacio, calidez y permiso para hacerlo.

Prefiero la fiesta que se celebra en todo el país y nosotros llamamos Janal Pixán: hacer presentes nuestros mayores, a los que se adelantaron; montarles un altar para decirles que los extrañamos, que pensamos en ellos y recordamos sus gustos. Nuestras fiestas son alrededor de una mesa y el de Día de los muertos no podía ser distinta. 

Es costumbre poner caminitos de flores de cempasúchil u otras señales afuera de las casas, para que los muertitos sepan que los estamos esperando.  Me llena de ternura que en el altar, junto con las viandas y bebidas favoritas de los parientes, también pongan un plato de tamales para los finados que no tienen quien los atiendan. Eso nos dice que somos del primer mundo. Un abismo entre la gentileza exquisita de tomar en cuenta las necesidades del otro, y un: ¡Arriba las manos! “Me das un gusto, o te doy un susto”.

Estoy mucho más sensible que otros años: la fragilidad de la vida que hemos tenido que reconocer, las perdidas, o las olas de violencia que nos ofrecen los calamares del momento y que tan gustosamente aceptamos, incluso vistiendo a nuestros niños de similares, sin tomar en cuenta que dichas series les están enseñando que los seres humanos, carecemos de valor; estímulos que las escuelas de Nueva York, sabiamente prohibieron.

 

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Tiempo de finados, es una oportunidad para replantearnos todo. La muerte llega al poderoso y al débil; el que acumula: no se lleva nada. Nos recuerda lo realmente valioso. Llegamos sin nada y así partiremos con excepción de lo vivido, compartido, amado, reído, investigado, disfrutado. Todo lo demás, es prestado.

Dense una vuelta al cementerio de Hoctún. Cuando uno ve las tumbas con más de 20 años pintaditas y limpias entiende lo que es cosecha. Los adornos tienen que ver con los gustos de los inquilinos. Hay una con la torre latinoamericana, quizá, recuerdo de un viaje inolvidable; las hay con el reloj de la iglesia de la ciudad, una casita de paja o el castillo de Chichén Itzá. Me cuentan que se deja la luz encendida, por si salen a tomar el fresco o a platicar, encuentren su camino. 

En Campeche está Pomuch, donde cada año, limpian los huesitos de los seres amados y les ponen una tela nueva, amorosamente bordada.

Cuando llegue mi hora, me gustaría ser abono de un árbol inmenso, lleno de mariposas y nidos, al que lleguen cualquier día del año, en búsqueda de sombra o de un abrazo y canten mi canción de Caracol: “Dame tu mano, somos amigos, si vamos juntos será distinto…”

 

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Edición: Estefanía Cardeña


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