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Uroboros: la significación de la violencia devoradora frente a un ápice de esperanza

La violencia ha sido normalizada a tal nivel que la anormalidad es la no-violencia
Foto: Reuters

Un día cualquiera un grupo de hombres golpea a otro grupo de hombres en medio de un espectáculo público, otro día bastante similar un hombre, machete en mano, amenaza desde su bicicleta a otro que transitaba por ahí amenazándolo con no cruzar cierta calle de su pueblo. Del otro lado del mundo, un hombre hace pruebas militares en cierto espacio geográfico en el lejano oriente, todos lo conocemos, pero nadie sabe a ciencia cierta cómo vive. En medio del trayecto entre un lado del mundo, y otro, unos hombres, ancianos blancos, se declaran la guerra pretendiendo adscribirse control sobre territorios que no les pertenecen.

Cuando algo se considera normal, dice Michel Foucault, es porque hay una idea contraria a la que se le define como anormal. La violencia ha sido normalizada a tal nivel que la anormalidad es la no-violencia, entonces ¿Cómo enfrentarse a ella? No tengo que nombrar los ejemplos de seres humanos de variopintos colores manifestándose pacíficamente, sino que traigo a colación a otros seres humanos, los que ejercen la violencia de manera cotidiana y los que cruzaron una valla que más valdría no haber cruzado desde hace ya muchos años.

El sábado 5 de marzo Twitter empezó a timbrar con notificaciones de violencia en un estadio de futbol de Querétaro, a estas alturas ya todas y todos más o menos conocemos que pasó, pero nos seguimos preguntando por qué suceden esas agresiones. Puede que nos abriguemos al puerto que dicen los cronistas deportivos: que la sacralidad del deporte no debe ser vulnerada ni con el pétalo de una rosa, creando círculos de discursos emanados de la violencia patriarcal, donde el ciclo se convierte en el uroboros, la serpiente que se muerde la cola al replicarse a sí misma. 

 

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Por otro lado, tenemos también a los punitivistas que buscan otro puerto: empresarios del deporte, funcionarios del deporte y burócratas del deporte que creen que la acción violenta es una actitud individual, premeditada y organizada de manera jerárquica, quienes señalan y agitan sus puños para que encarcelen a 10, 20, 50 o 200 aficionados que ejercieron violencia física sobre otros condenándolos en ipso facto a través de impacto de sus puños.

Pocos de los punitivistas recuerdan a Hannah Arendt y su controversial texto Einchmann en Jerusalén donde nos explica las raíces más banales de lo que nombramos lo que nos encanta castigar, el mal. Ella se convierte en la defensora del acusado que nos recuerda que por más aficionados que encarcelen, el problema de fondo no se genera construyendo ciclos perpetuos de violencia, sino mirando en otra dirección, pensándonos en colectivo y tratando de organizar actividades que la combatan.

La narrativa de la justa épica deportiva poco y nada sirve para reflexionar sobre las violencias que ejercemos y se ejercen sobre nosotras y nosotros. Cuando los equipos deportivos quieren causar miedo, o imponer desde sus logos, nombres, atuendos y estadios a sus rivales, es que apelamos al lado que suele decirse más primitivo del hombre, sí, del hombre porque al resto de la humanidad, por fortuna, aún no les devora la imperante necesidad de ejercer la violencia para que, como en el coliseo romano, sean considerados dignos de la muerte más sagrada, o de la libertad total.

La violencia es la última frontera. Ejercemos el poder físico sobre las demás personas cuando ya ni sentimos, ni pensamos, sólo queremos imponer con toda la fuerza de nuestra voluntad corporal los resentimientos, dolores y frustraciones que nunca nos enseñaron a transitar. En algunas disciplinas deportivas podemos obtener otros aprendizajes, se suele agradecer al contrario, e inclusive inclinar la cabeza en señal de respeto, abriéndonos a toda vulnerabilidad, antes y después de la justa deportiva, la cual bien podría terminar con felicitaciones para ambos bandos, vencedores y vencidos que aprenden mutuamente de las virtudes físicas de sus contrarios; sin embargo, nos dejamos vencer por la violencia normalizada que a través de un bombardeo de discursos nos susurra a la cola ¿por qué no aprovechar un instante, cuando el enemigo es más endeble, para dar un golpe en la mesa?

Ante ello, nos queda preguntarnos a todas y todos ¿Cómo rompemos con esa sacralización? ¿De qué manera hacemos la no-violencia como una práctica cotidiana? ¿Cómo resolvemos problemas sin encerrar a todas las personas en las cárceles? ¿De qué manera transformamos las vidas, nuestras vidas, sin el castigo como eje regulador de nuestras conductas? Ante estas dudas, a veces no conviene esperar mucho, mejor poner en acción conversaciones que nos permitan colectivizar las dudas y construir miradas más críticas hacia la violencia que se ejerce en todas las dimensiones, y de las maneras más cotidianas.

 

Lea, del mismo autor: La tierra venidera. Invitación a la lectura de 'Loa a la tierra'
 

Edición: Estefanía Cardeña


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