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Memorias del último jefe de la tribu, de los hombres y mujeres de tinta

Los periodistas pateaban la calle con lápiz, libreta y, al final de esa era, un 'bíper'
Foto: Facebook @InstitutoCampechanoOficial

Desembarqué en este oficio cuando las batallas mediáticas se libraban en trincheras de papel, cuando la artillería era de tinta y exclusivas. El estertor, los últimos años de la era dorada de los periódicos, cuando un título de ocho columnas podía descarrilar un proyecto político, o redimirlo, o encauzarlo, o encumbrarlo. La redacción era galera: “No los oigo remar”, bramaban los jefes, y azotaban el látigo de la hora de cierre. Entonces, la sala se inundaba con una sinfonía de teclados. 

Los periodistas eran hombres y mujeres forjados en la ardiente fragua del cierre de edición. Una tribu que prefería la noche, clan hambriento de historias que sólo se escuchan cuando las personas normales dormían, agobiadas por los pendientes a los que se enfrentarán al día siguiente. Hombres y mujeres de tinta cuyo oficio les regalaba la oportunidad de comenzar todos los días de cero, de irse a su casa con la certeza que su trabajo se estaba imprimiendo y que tendría repercusiones. Nacer y morir todos los días. 

La internet era entonces maraña de ciencia ficción, así como los mastodontes de la prehistoria de la telefonía celular. Los periodistas pateaban la calle con lápiz, libreta y, al final de esa era, un bíper. Y aun así, nunca antes estuvieron más conectados con el mundo que los rodeaba: sentían los latidos de la ciudad en la yema de sus dedos. Un maestro me puso de tarea, cuando era aprendiz, de alimentar con un contacto al día mi libreta de direcciones y teléfonos. Lo dejé de hacer cuando pensé que el chip jubilaría al papel, y me he arrepentido infinidad de veces. 

Cuando desembarqué, el oficio era aún el más bello del mundo. Ya no lo es; ha cambiado radicalmente. O tal vez yo ya no soy el mismo; no lo sé. La certeza la dejé en aquella sala de redacción.

Manuel Triay Peniche me hizo recordar esos días —y noches— en sus memorias, que son también los recuerdos de toda una generación, de la cual soy bisagra, cachorro. Como el último jefe de la tribu de los hombres de tinta, Triay firma una crónica nostálgica de los viejos, buenos tiempos. Interiores, se llama el libro, y en éste narra, con las herramientas adquiridas durante toda una vida de contar historias, sus vivencias en la profesión. Héroes y villanos de la redacción —y de la historia reciente y actual de Yucatán— se pasean por las sabrosísimas páginas con las que el autor exorciza recuerdos y los comparte, con la misma generosidad que tuvo con los que han coincidido con él.

El ejercicio del periodismo deja secuelas, cicatrices en el alma: yo aún sueño con reuniones de primera plana y escribo como si el tic tac del reloj de la redacción me pisara los talones; mis dedos se ensañan con las teclas, ahora fabricadas con el mismo cristal de las nuevas generaciones. No hay teclado que resista al ansia de mis manos, que aprendieron a escribir en una agobiada orquesta de escritores con el tiempo encima. Las cicatrices de Triay son igual evidentes, la mayoría bellas, como las que presumen los veteranos, o los padres. Otras no tanto. 

Cada quien puede tener una lectura distinta a las memorias de Triay, y eso igual es parte de su valor: unas memorias propias que se tornan en colectivas. Triay persigue sus propios demonios. En mi caso, el ocaso al que hace mención el autor es el de un oficio y de quienes lo ejercen. Las imágenes que Triay desempolva y disipa nos muestran el evidente naufragio de lo que, para muchos, era la vida misma. Aquellos reporteros que tenían la misión de hallar la verdad han sido suplantados por enmascarados que se venden al mejor postor, practicando patético “derecho de piso”.

Influencers mercenarios con patente de corso otorgado incluso por autoridades navegan por las tóxicas aguas de las redes sociales, que permiten y fomentan estos excesos: chantajes, falsedades y extorsiones. En el epílogo al que hace referencia Triay, la investigación y la entrega han sido suplantados por la estridencia y el anonimato. Por ejemplo, un tipo con una máscara promueve en Facebook materiales difamatorios por medio de cuentas falsas. En los tiempos que narra Triay, un reportero daba la cara y respondía por sus errores o aciertos, ahora reina la cobardía.

Y por ello, el valiente ejercicio de memoria que hace el autor de Interiores igual es de destacar. Algunas lecturas, algunos lectores, podrían reducir estas memorias como un ajuste de cuentas del autor con una institución: ven arder un solitario, lánguido árbol y se niegan la oportunidad de observar el bosque en llamas. Esto no va de un periodista o un periódico, va de un oficio. En el diario en el que transcurrió la vida de Triay y de otros grandes jefes de la tribu de los hombres de tinta arden los rescoldos del mejor periodismo de México. Es en otros lados donde yo veo que ya cayó la noche. 

La narración de Triay, en gran medida, alimenta y alienta; recupera razones rezagadas, recrea rostros y relata recuerdos. Cada capítulo se ve, siente, huele y escucha; es regresar a casa y pasear de nuevo por sus pasillos. Es declaración de amor a un oficio y despedida póstuma a grandes periodistas y mejores hombres, como don Carlos R. Menéndez Navarrete y Jorge Muñoz Menéndez. Es una máquina del tiempo, una pastilla azul y el monólogo transcrito de una noche de insomnio. Es un liberador de anécdotas y una excusa de reuniones. Interiores es una oportunidad para apagar pantallas y acariciar la cálida textura del papel y oler la tinta, en este caso tan volátil como la pólvora. 

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Lea, del mismo autor: Cosas que salvarías de un barco que está naufragando
 

Edición: Estefanía Cardeña


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