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Prefiero mi isla, mi búnker, mi casa

Pasó tres décadas aferrado a sus recuerdos para no naufragar en el archipiélago de la locura
Foto: Efe

Estaba en cubierta cuando el destructor estadunidense disparó el torpedo. Frente a sus ojos vio la serpenteante estela, especie de bestia marina, voraz dragón, dirigiéndose a su embarcación, una fragata con la bandera del sol naciente. El marino comenzó a gritar, alertando a sus compañeros. Cuando comenzaron a aullar las sirenas, que más bien parecían lánguidos cantos de cisne, se lanzó al mar antes de que el misil impactara. Braceó como si la vida se le fuera en ello, lo que en realidad era, y en ese frenético escape, arropado por el mar, más que escuchar el impacto, lo sintió en todo su cuerpo. 

Dejó de nadar y volteó: nunca se le olvidará el efímero infierno del barco engullido por las olas, que en ese instante se tornaron en hambrientas, voraces fauces; nunca se olvidará de sus compañeros, ardiendo aún en el agua, antorchas de mar. Sólo él sobrevivió; él y sólo él vivió para contarlo. Logró asirse a un madero, flotó durante varios días y sus noches, muriendo y resucitando con la marea, hasta que recaló, como el despojo que era, en una de esas islas perdidas del Pacífico. 

Lo primero que hizo el náufrago fue parapetarse y construir un refugio en caso de que los aliados desembarcaran en lo que ahora era su isla, que en una breve ceremonia cedió al emperador; mis compañeros no han muerto en vano: lo hicieron para gloria del imperio y del emperador, recitó como quien recita una plegaria fúnebre. Durante todos los días que estuvo ahí, incontables, interpretó una cronometrada rutina, que comenzaba al amanecer y concluía al crepúsculo. No había un segundo en el que no estuviera algo qué hacer: más que disciplina militar era una forma de no perderse en el laberinto de la tristeza.

El marino japonés realizó celosas guardias, oteó el horizonte en busca de aliados o enemigos, escribió una meticulosa bitácora en la que incluso describía su dieta —basada principalmente en cocos y cangrejos— y su rutina de ejercicios; cavó trincheras, construyó una red de túneles, tan estrechos como úteros, y, en sus ratos libres, le escribió a su esposa. En los últimos años, cuando ya no encontró materiales en los que podía escribir y al ver que hacerlo en la arena no tenía sentido, se dedicó a hablarle, imaginándosela en la oscuridad de la jungla.

Así pasó tres décadas, en la profunda soledad de la isla, aferrado a sus recuerdos para no naufragar de nuevo, ahora en el archipiélago de la locura. Un día, el hombre —vestido sólo con los remiendos de su uniforme, más mendigo que soldado— divisó un barco en el horizonte; no cupo de la alegría, su entusiasmo desbordó la isla. Sin embargo, mientras la embarcación comenzó a acercarse, se percató que la bandera que ondeaba en cubierta era de Estados Unidos, nación que maldijo con los dientes apretados con furia. Estaba seguro de que lo matarían, pero aun así se alegró. Al fin, pensó, algo distinto va a pasar. Con ese fatalismo, se preparó para luchar, con un arsenal de cocos y de bambús. No me capturarán vivo, sentenció. 

El barco ancló a 300 metros de la costa, y ahí pasó la noche, en inquieta duermevela. El soldado japonés, insomne como los sentenciados al cadalso, realizó puntualmente sus rutinas de la tarde y noche, entre ellas la de platicar con la sombra de su esposa. Se despidió de ella con un pues bien, hasta aquí hemos llegado. Al amanecer, en un pequeño fueradeborda, un grupo de marinos estadunidenses desembarcó: fueron recibidos por una metralla de avellanas e insultos en japonés de tal calibre que los hizo regresar de dónde habían venido. La efímera victoria del náufrago duró unas cuantas horas. Cuando regresaron los invasores, entre ellos había un hombre con el uniforme de la marina japonesa. 

En esta ocasión, la segunda ola, el náufrago se percató que sólo desembarcó su compatriota. Llevaba consigo una radio y libros. Se acercó con lentitud al amenazante dueño de la isla, saludándolo y haciendo reverencias. Por qué estás con el enemigo, le cuestionó el náufrago. Eres su prisionero, le preguntó. Compañero, le respondió, buscando las palabras adecuadas, el recién llegado. La guerra terminó hace treinta años. Perdimos. Nos rendimos, sin condición alguna, cuando Estados Unidos lanzó dos bombas sobre nuestras familias, matando a todos al instante, dejando en cenizas ciudades. Pero no te preocupes, intentó calmarlo, ante el rostro desencajado de su interlocutor, nuestras naciones son ahora amigas. 

Horas después, cuando el visitante ya había conocido la isla en la que su compatriota había vivido durante 31 años, y ambos ya se conocían por nombre y rango, por la radio el recién hallado se comunicó con sus superiores y con la familia que aún lo esperaba. Su esposa se enteró, había muerto veinte años atrás. Se llamaba también Penélope. Comprendió entonces que, tal vez, en algunas ocasiones la sombra con la que platicaba en los atardeceres, en efecto, era ella. Costó trabajo convencerlo de regresar, pero al final accedió. Llegó a Japón y se convirtió en la sensación momentánea: el marino que estuvo solo en una isla durante tres décadas y que nunca se enteró del final de la guerra. 

Extrañó la soledad de la isla y su rutina y se parapetó en la tranquilidad del campo. Falleció hace poco, tal vez soñando aún con su isla, fortaleza de la soledad, rodeada por muros de agua. Trasladó los restos de su esposa a la pequeña finca en la que vivió. Tengo tantas cosas qué contarte, se leía en el epitafio.

El japonés que naufragó en el pasado, los republicanos españoles que se internaron durante años en la sierra, perseguidos por los franquistas, o que construyeron paredes falsas en sus casas, sin salir a la calle hasta que el dictador murió; los ucranianos que aún no salen del búnker subterráneo de la periferia de Kiev, a pesar de que el invasor ya abandonó la ciudad, dejando a su paso un reguero de muertos. 

Mujeres y hombres, como yo, que durante dos años construyeron en su casa un cálido vientre para escapar del miedo y no sucumbir a la incertidumbre de la enfermedad, envueltos en historias y vacunados contra la soledad. Mujeres y hombres, como yo, que les está costando un trabajo titánico regresar a la rutina de antes, de hacer como si no hubiera pasado nada, enterrando, por segunda, tercera ocasión, a sus muertos. No sé ustedes, no sé ellos, pero hay ocasiones en que añoro mi isla, mi sierra, mi búnker; hablar con sombras, evitar conocer la realidad. 

Qué hay ahí afuera, nos preguntamos. Hay ojivas atómicas malencaradas, cartuchos de indiferencia; hay caos y hombres y mujeres sin alma. Hay gente de traje y corbata que siembran división para cosechar elogios. Hay ofertas falsas, falsas promesas; hay tarjetas que esperan ser mordidas por un reloj que nos recuerda que, en este mundo, te debes vender ocho horas al día para encajar. Afuera no está Ravel interpretando su bolero con las olas de mar, ni el cielo se rasga con el relámpago verde de los loros. Todo eso está adentro, en la isla, el búnker o la casa.

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Lea, del mismo autor: El ''domingo de ramos'' de López Obrador

 

Edición: Estefanía Cardeña


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