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Bellos eufemismos para espionajes vulgares

La red de informantes del régimen cubano ha sido revelada por diversos testimonios
Foto: La vida de los otros

El escritor cubano Eliseo Alberto redactó decenas de reportes sobre lo que sucedía en su casa: quiénes iban, de qué platicaban, a quiénes se mencionaba en esas charlas… Esos informes se los enviaba puntualmente al Ejército, por triplicado, y servían para seguirle la pista al padre del informante: el poeta Eliseo Diego. De esa manera, el poder se enteraba de todo lo que se hacía y decía en lo que pudo convertirse en un epicentro de disidencia. 

Años después, en un mea culpa que abarca cientos de páginas, Eliseo Alberto confiesa el espionaje sistemático a su padre, justificando sus acciones en esa atmósfera tóxica que se generó en Cuba con el objetivo de debilitar cualquier voz crítica. Cumplir con las órdenes de sus superiores —en ese entonces, el informante era soldado, como todos sus compañeros de generación— le carcomió el alma; del desencanto al exilio. 

Eliseo Alberto falleció en 2011 en México, país del que se hizo ciudadano en 2000. Legó un puñado de buenas novelas, como Caracol Beach y La eternidad por fin comienza un lunes. Aunque también escribió poesía, no le llegó a los talones a su padre. Y, tal vez, esa fue una manera de expiación. El remordimiento del legajo de informes contra su padre —y contra sí mismo— le mordían el espíritu, arrancándole la alegría del verso. 

La red de informantes del régimen cubano ha sido revelada por testimonios como el de Eliseo Alberto y por otras pruebas, igual de contundentes. Tan forma parte del panorama que ya no se cuestiona la ética o moral del mismo, sino su eficacia. En Personas decentes, la más reciente novela de Leonardo Padura, se incluye este tema. El cadáver de un hombre, al que le cercenaron la mano izquierda y el pene, se convierte en metáfora de este sistema de espionaje.

En vida, el hombre asesinado era uno de los encargados de clasificar qué arte era “revolucionario” —es decir, favorable al régimen—, y cuál no. Con esa maleable hacha le cortó de tajo las alas de la creatividad a cientos de artistas, refundiéndolos en el gulag de la “reeducación”. Antes de arrancarles las cuerdas vocales de su arte, les ofrecía, como puerca permuta, seguir creando para espiar a compañeros artistas. 

A Conde, el protagonista de gran parte de la obra de Padura, no le duele el mutilado fin del censor; incluso, rumia algo como “justicia poética”. El ardor de entrañas llega cuando entrevista a las antiguas víctimas del cadáver, y las ve refundidas en pocilgas sin el consuelo de un lápiz o un pincel; tristes pajaritos en sucias jaulas. Esos tristes fantasmas que lo único que conservan es la dignidad de haberse negado a espiar a otros. 

En La vida de otros, película escrita y dirigida por Von Donnersmarck, se narra el espionaje que sufre un dramaturgo en los estertores de la República Democrática Alemana. Un hombre de la stassi dedicado, noche y día, a escuchar todos los sonidos del departamento del escritor: desde charlas irrelevantes a teclazos de máquina de escribir. Como en el caso cubano, esos informes, por triplicado, se destripaban en la languidez de la burocracia de la represión. 

El argumento de esta película alemana es muy similar a la historia que protagonizó en la vida real el escritor ruso Boris Pasternak. El desembarco de este poeta a la prosa fue algo parecido al de Normandía. Ya sin el velo que le impedía ver las atrocidades que se hacían en nombre de valores ya evaporados, Pasternak escribió una hermosa historia sin las ataduras de la censura. 

Y así se gestó Doctor Zhivago, capítulo a capítulo, escrito en la clandestinidad y enviado como contrabando fuera de las fronteras soviéticas. Son igual de interesantes y emotivos que la novela los engranajes del mecanismo que tenía como objetivo publicarla… O impedir su publicación. En este drama real participaron leyendas de la edición como el italiano Giangiacomo Feltrinelli y la francesa Jacqueline de Proyart, la CIA, la KGB.

Aún así, el espionaje no se puede romantizar. Al contrario. Lo anterior sirve de recordatorio de cómo los regímenes optan, con una recurrencia enfermiza, a entrometerse en la vida de los otros; voyeuristas recurrentes. En ocasiones, no pocas, no les basta influir en la vida pública sino igual quieren conquistar espacios en nuestros estudios, en nuestras salas, en nuestros dormitorios; la conquista sutil de todo, hasta de nuestros pensamientos. 

No hay bellos eufemismos para espionajes vulgares. No hay “labores de inteligencia” para definir esta brutalidad. Hoy hay pruebas que esa práctica continúa, a pesar de que se aseguró que ya no. No será en estos años en los que podremos ver a nuestro prójimo sin que nos nuble la sospecha de ser un informante del poder. No será ahora en la que podamos expresar lo que realmente pensamos —aun susurrándolo— sin la taquicardia de obtener una respuesta violenta por ello. 

 

Edición: Laura Espejo


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