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Matar a un cenzontle

Unas manos, que no habían sido nunca antes cuenca, capullo, cofre, agarraron con asco una de las alas y tiró el cadáver en un monte baldío
Foto: Pablo Cicero

Se cayó del árbol, como fruta madura, pero era aún polluelo; suspiro huracanado, caricia que abofeteó el nido; follaje tembloroso. El calor del cemento lo obligaba a caminar dando brinquitos, buscando, sin éxito, la rama, una escalera al cielo, de la que había sido exiliado. Entonces llegó ella, y lo arropó con sus manos, que se convirtieron en cuenca, capullo, cofre; lo metió en la casa y ahí le dio pan y agua. El pajarito, un cenzontle, pronto se habituó a su nuevo hogar, y corría detrás de su nueva madre, con el pico abierto, siempre con hambre. Afuera, una pareja de pájaros buscaba, desesperada, a la cría. 

Los cuidados se repartieron; en la noche, el polluelo dormía dentro de la casa, en una cajita de cartón con retazos de tela y de cariño. En el día, lo llevaban al balcón, en donde ya estaban el pájaro y la pájara, esperándolo. El macho cuidaba al polluelo, persiguiendo todo lo que podía representar un peligro, incluso ráfagas de viento, incluso sombras y murmuros. La hembra iba y venía, volaba y sobrevolaba el balcón, siempre con algo en el pico —un gusano, un grillo, un pedazo de pan, un trino amoroso— para alimentar a ese barril sin fondo al que le comenzaban a salir sus primeras plumas. 

Con el paso de los días, la rutina cambió, y los padres comenzaron con las lecciones de vuelo. Al principio, el polluelo fue torpe: se tropezaba, aleteaba a destiempo, con desafino; se distraía cuando tenía tomar impulso y no lograba conjurar la gravedad. Sin embargo, bastaron tres, cuatro días para que, al fin, pudiera nadar en el viento: al fin se zambulló en la brisa. Una tarde, cuando fueron a buscarlo al balcón, el pajarito ya no estaba. Al día siguiente no regresó, ni él ni sus padres: la familia de cenzontles se había ido.

Pero no para siempre. Después de una semana, el pajarito se posó en el árbol que está enfrente a la ventana de una de las habitaciones, y desde ahí comenzó a trinar: un dulce silbido breve, repetitivo, hipnótico; movía la cabeza, enfocando la soledad. Cuando ella se asomó, el ave aumentó la intensidad de su canto, dándole a entender que era sólo para ella. Dicen que el cenzontle tiene mil voces: una de ellas se la regaló a la mujer que lo había recogido del hirviente suelo, a la que con sus manos le regaló un nuevo nido. La persistencia de la impronta duró varios meses. 

Un rastro de plumas desperdigado entre las raíces de un árbol. Más allá, un cadáver, con la sangre aún fresca. Dos heridas en el cuerpecito que ya comenzaba a sucumbir al rigor de la muerte: una en el cuello, otra en el vientre, por la que exhibía, con la infinita tristeza de la fatalidad, unas tripas que ya no servían para nada. Unas manos, que no habían sido nunca antes cuenca, capullo, cofre, agarraron con asco una de las alas y tiró el cadáver en un monte baldío. Ahí alimentó a los bichos que después serían cazados para alimentar a otros cenzontles.

Es la tercera generación que convive con los moradores de esta casa. Su abuelo fue el pionero, el que cruzó el rubicón del miedo y aceptó que lo alimentaran, más nunca permitió una caricia. Su padre, en cambio, sí que regala ronroneos. Él es igual a su abuelo: amarillo, tirando a naranja, un pequeño fuego. Por eso, uno de los nombres con el que le han bautizado es Harry, por ser pelirrojo como el defenestrado príncipe. Le costó trabajo domar ese adn salvaje y convivir con sus anfitriones: durante sus primeros meses, se refugió en un oscuro cubil, del que sólo salió hasta ya bien entrada la adolescencia y a empujones de su padre. 

A pesar de sentirse tigre, al gatito le gusta jugar, tanto que en ocasiones se avergüenza: siente una atracción inexplicable por los dedos que bailan detrás del miriñaque; una de las misiones de su vida es atrapar esas extrañas extremidades sin garras y pelonas. A diferencia de su padre, un balam obeso e indolente, Harry aún responde a las llamadas de la selva, dándose atracones de aventura. Como muestra de respeto a la hospitalidad recibida, comparte presas de sus desvelos: una cabeza de un ratón, una lagartija descolada, un mátente pedazo de pizza. 

Una tarde, mientras el sol acariciaba el solecito de su pelo, un raro trino —breve, repetitivo, hipnótico— le llamó la atención: alzó la vista y vio a un pájaro, ingenuamente cercano a la ventana de la casa. Se distrajo con el sonido de maracas de un bote con sus croquetas, y corrió a comer por séptima vez en el día. Se olvidó inmediatamente del pájaro, y dejó que su padre lo aseara, como siempre: para ese gordo atigrado, el chel nunca ha dejado de ser cachorro.

Descubrió, el éxtasis de restregarse contra una pierna, y no pudo concebir que durante tanto tiempo había rehuido a esas delicias. Completamente enamorado, comenzó a pensar la manera de compensar al dueño de esas piernas, y de esas manos, que comenzaron a rascarle la quijada, arrancándole unos sonidos de su interior que no conocía. Fue entonces cuando se acordó del pájaro, y halló al fin un regalo digno para tanto cariño. Esperó pacientemente en los pies nudosos del árbol a que el ave llegara, puntual como siempre, a su cita. Brincó como relámpago y, con dos arañazos, le arrebató la vida. Las plumas aún no habían caído al suelo cuando el gato asentó, con ternura, el regalo para la mujer que le había cosechado sus primeros ronroneos. 

 

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Lea, del mismo autor: Penélope en Progreso

 

Edición: Laura Espejo


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