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Penélope en Progreso

Nada hasta que el corazón le estalla. Él y sus fantasmas caen lentamente al fondo del mar
Foto: Juan Manuel Valdivia

Parece escena que germina en un rapsoda ciego, pero no; es el brumoso golfo, no el Egeo salpicado de islas, que si no fueran tan bellas podrían compararse con salpullido. Sobre ese mar turbio, tan dócil que parece pradera, un barco surca en esa soledad que sólo conocen los pescadores; en la cubierta faena un grupo de hombres, arrebatándole a las aguas sus moradores. Tan absortos están que parece no importarles los delirios que abrazan a un hombre amarrado -con crueles cordeles, candentes cadenas- a uno de los mástiles. Ese pescador grita, llora, ríe, se contorsiona, anguila poseída por algo o alguien; enloquecido por la brisa marina. 

Una parvada de gaviotas grazna, y silencia al hombre cautivo, y silencia incluso el latido de la marea contra la piel del barco. Junto a ese ulises mestizo, que lucha contra los cantos de un cardumen de sirenas que hace piruetas en el océano de su mente, un hombre prepara las redes: sordo a letanías alucinadas, ya que sus oídos están taponeadados por la tortura de un tal Bad Bunny. Mientras la cordura de su compañero naufraga, él tararea una melodía muy parecida a la que animaba noches frente a la hoguera de la caverna. Parecida incluso en esos sonidos guturales que han desplazado a los sujetos, verbos y predicados. 

El encadenado aúlla al ver en el horizonte a su mujer, encallada en esa choza carcomida por el cáncer del salitre; la ve desnuda, envuelta por brazos que no son suyos, brazos como lienzos, surcados por arados de tinta azul. Ella tiene los ojos abiertos y sostiene su mirada, no esconde su traición. Él quiere gritar, pero su boca está seca y sólo dispara una amenaza sorda de perdigones de saliva de arena y sal; llora lágrimas que se evaporan al instante. No hay distancia entre la ciénaga y la altamar, entre ella y él sólo hay silencio. Ve igual a sus hijos, que merodean en la marisma; ve a su madre muerta, y a su padre, perdido en una tormenta de ron, como siempre. 

Alguien le acerca un vaso con agua y se lo pone en la boca. Le habla, pero él no entiende qué le está diciendo. Poco a poco, el sonido aumenta, lubricado con cada trago; en un instante de lucidez, los fantasmas desaparecen, se los traga la realidad. La palabra mágica que exorciza la fantasía, la que hace crack, es piedra: aún estás bajo el efecto de la piedra, le pregunta a gritos el hombre que le está dando de beber. Aún estás drogado, o ya se te pasó. El encadenado asiente, vigorosamente, intentando fijar la mirada. Ya, ya, ya, repite. Ya estoy bien; ya, ya, ya. Te lo juro. El otro corta entonces los cordeles y rompe las cadenas, y lo ayuda a sentarse en la cubierta. Le da el vaso, y él se lo termina de un trago. Lo mira agradecido. 

Cuando el otro se da la vuelta, él se pone de pie, un relámpago, y se tira al mar, tan rápido como la sangre. Nada con todas sus fuerzas, nada intentando alcanzar al hombre de los brazos tatuados que le arrancó a su mujer; nada, nada hasta que el corazón le estalla. Él y sus fantasmas caen lentamente al fondo del mar, como tributo. El hombre que le dio agua y lo liberó, junto con sus otros compañeros de tripulación, ven cómo desaparece el marinero, víctima de esa epidemia de escalofríos y visiones que ya contagió a varios en esta temporada. Hombres que yacen ahora en el lecho del mar, lastrados por su adicción a la piedra. El capitán da, entonces, parte de la muerte a las autoridades portuarias, quienes reducen la vida del muerto a un nombre escrito en una lista. 

Al día siguiente, una mujer lee el titular de un periódico, que informa la muerte de otro pescador. Toma el ejemplar, y se sumerge en esa noticia, hasta que sus ojos se detienen en el nombre de su marido. El corazón se le hace chiquito, tan chiquito que desaparece; quiere llorar, quiere decir algo, pero no puede, no puede ni vivir. Una mano pequeñita le jala una manga, y le pregunta qué pasa, mami, por qué lloras. La mujer, que podría llamarse Penélope, tendrá, cuando menos, el refugio de la certeza, y no oteará el resto de su vida el horizonte a la espera de un regreso; sabe que es el fin. 

El periódico de la mala nueva se queda en el suelo, pisoteado, y nadie lee que ya son varios los pescadores que se han lanzado en las últimas semanas a las fauces líquidas persiguiendo el ansia de la droga. En esa misma sección roja se revelan adicciones y denuncian contrabandos, que agitan aguas internas de hombres de mar, capeando sus muy personales temporales. Para ellos no hay faro que guíe, no hay refugio ni puerto: sólo la falsa calma de la dosis, o el trueno sordo de la ausencia de la misma. No hay nada más. 

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Lea, del mismo autor: Tinta con testosterona

 

Edición: Estefanía Cardeña


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