Los tiempos nos dicen que toca reinventarse o morir. La muerte, no necesariamente es la ausencia de latidos, hay muertos que transitan por el mundo sin darse cuenta de su carencia de vida. Esa que nos zarandea con retos y saca de nuestra zona de confort para seguir investigando, creando, aprendiendo, intentando amar, entre caídas y recuperaciones, a base de darse cuerda, para encontrarle sentido a todo este marasmo maravilloso llamado vida.
En 1968, con el apoyo de una guitarra, comencé a componer canciones de llamadas de protesta. El mundo estaba en ebullición y entre las canciones que me movían el tapete estaban: La respuesta está en el viento de Bob Dylan o Los Sonidos del silencio que cantaban Simon & Garfunkel. La gente, para mi sorpresa, se asustó de que yo estuviera “protestando” con canciones como: “Hay que cambiar este mundo”, “Hay que amar a la gente”, “Vale la pena vivir”, “Deja de ser espejo” y tuve que reinventarme por primera vez, vistiendo mis reclamos en fábulas. Los adultos, incapaces de descubrir la profundidad de la sencillez, escucharon únicamente “animalitos” y me mandaron con los niños, situación que disfrute muchísimos años.
Al cabo de algunos descubrí que los cuentos tradicionales eran cuentos de terror. Las mujeres, mansas y mensas, esperando ser salvadas y los hombres con el peso enorme de tener que hacerlo, incapacitados a manifestar sentimientos. Segunda Reinvención. El nacimiento de Inquietudes de una raya, Me tengo a mí, Este soy yo, entre otros, me llevan a ganar el Premio Nacional de Cuentos para Niños, 1991, con Una mexicana que fruta vendía.
La tercerera reinvención llegó cuando Verónica Rascón me dijo: “Está muy bien que nos cantes y nos cuentes, ahora te invito a que nos enseñes a hacerlo". Atrevida Robleda Moguel, cada vez más atrevida decidió que el objetivo era invitar a los alumnos a intentarlo, lo demás, eran herramientas por inventar y se abrió la puerta a un camino nuevo: dar talleres.
Pedro Joaquín Coldwell, secretario de Turismo Federal, me invito a ser su asesora. Tenía el plan de construir dos parques en honor a Cri-Cri en la frontera. Con él llegó la cuarta reinvención, porque mientras los parques se hacían comencé a representarlo y en mis discursos se colaba la poesía y el amor a las raíces, la conexión con las personas, como en el Congreso de Comercialización del Mundo Maya que organizó Alejandra Zorrilla con los cinco países que lo integran o cuando representé a Los Caminos del Rio en un Congreso Nacional en la Universidad de Georgetown de Washington y en la clausura dijeron: "Agradecemos la presencia de Margarita Robleda, de México, que vino a recordarnos las palabras de los sentimientos y del corazón”.
En Campeche me invitaron a hablarle a los jóvenes. Reconozco que me asustó la posibilidad. José Manuel Lladó me sacudió con “son los cachorros de nuestra especie” y no me quedó otra que aceptar. Visité 150 secundarias y bachilleratos y, por ellos, tuve mi quinta reinvención: me volví rapera y roquera. Si bien sigo cantando para los chiquitos, disfruto muchísimo a los jóvenes, nos nutrimos de esperanza.
El orden de las reinvenciones se mezcla, pero con las mujeres descubrí mi vocación de traductora de sentimientos y escribí la novela ¿Quién es Irene Torres?, que 30 años después me siguen diciendo: “Escribiste mi vida, te voy a demandar”, y el libro artesanal de fotografía y poesía: Mujeres del mundo, tan distintas, tan iguales, tan hermanas.
El jueves pasado tuve mi última reinvención. En el Roof Garden del Mesón de la luna: me atreví a leer mis poemas, acompañada por los acordes del Mtro., Eduardo Rodríguez, en Arpegios de luna, poesía y vino. Fue una noche mágica, donde la experiencia del maridaje de vinos y exquisitos bocadillos que ofrecimos se unió a la invitación de asomarse y sumergirse a los recovecos del corazón a través de la poesía.
Escribir semanalmente en La Jornada Maya es otra de las reinvenciones que me permite exponerme e invitarlos a salir de esa zona de confort que nos roba la vida y a descubrirnos vivos con todo los subí-bajas que trae consigo atreverse. El miedo, amigos míos, es el peor consejero.
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