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Un pib de carne humana

Asumo que, de ser real, esa historia debió ser en estos días
Foto: Fernando Eloy

Hace décadas, un extranjero se esfumó en una cárcel yucateca. Dicen que se escapó, intoxicado por los folletines de un tal Dumas; anónimo Haudini que cavó un túnel con sus uñas, o que se disfrazó de guardia y salió a plena luz del día, o que se comunicó con sus cómplices en libertad con piches que domesticó con migas de pan… Sin embargo, hay otra versión mucho más bizarra: que su compañero de celda lo asesinó y, para desaparecer el cuerpo, lo fileteó y cocinó, y después invitó a todos en la prisión a comer un pib extrañamente rico. Asumo que, de ser real, esa historia debió ser en estos días.

Escuché ese relato durante un paseo por el lugar en el que presuntamente sucedieron los hechos, hoy convertido en un edificio administrativo, donde las antiguas celdas dieron paso a oficinas; otro tipo de prisión, la que todos sufrimos: un purgatorio de horario corrido. El sitio es panóptico, es decir, ideado para que se pueda observar la totalidad de su superficie interior desde un único punto. Hay, no obstante, puntos ciegos, y en uno de esos fue asesinado el extranjero. El que busca, siempre encuentra un sitio donde esconderse. 

Según la historia que me narraron —no he encontrado una versión sustentada en hechos, y sospecho que el relato fue para dejarme intranquilo; un mensaje velado, la siembra de una semilla que, sabían, germinaría en estas líneas— el asesino era un cocinero que purgaba una larga condena por un asunto de honor —la deshonra de una hija, o el robo de unas gallinas, o cinco ases en una partida de póquer, no recuerdo ese detalle. El extranjero, por su parte, era un trotamundos, exiliado de todas las latitudes por su carácter volcánico y sus arranques sulfúricos. Ambos compartían celda, un mugriento reducto que se convertía en infierno con los ataques de abstinencia del extranjero: No hay peores demonios que esos que se liberan en la prisión. 

Le decían el Francés, aunque, de ser real la versión, provenía de alguna de las Antillas. También le decían el Huach Huach. Era moreno y su cuerpo parecía barda de arrabal, lienzo de pruebas de tatuadores de pulso tembloroso por rones cegadores. Solía referirse a sus compañeros presos como cabezones, marranos o tortugas, e intentaba imitar el acento yucateco con su carrasposa voz de Babel. Metía zancadillas y escupía en las comidas de los reclusos; se colaba en otras celdas y les restregaba en el rostro sus genitales. Se ganó rápidamente el odio unánime de todos. 

El que más lo sufría era precisamente el cocinero, a quien además el Francés se la tenía jurada. Aunque en efecto el compañero de celda tenía un cuerpo contrahecho —un abultado vientre del que salían dos brazos infantiles, como si fuera un dinosaurio obeso— la mayoría de los presos lo estimaban, ya que, a la menor oportunidad, ponía en práctica su oficio y convidaba a sus compañeros bocados de efímera libertad. El Francés, quien, irónicamente, nunca disfrutó de la gastronomía local —demasiado puerco, demasiada masa, eructaba en su áspero español— se ensañaba con su vecino de litera. 

Una noche, harto de los abusos y los insultos, el cocinero se dispuso a asesinar a su compañero. Sabía que si él no lo mataba, más tarde que temprano su compañero de celda lo mataría a él. Y cocinó un plan en el fuego lento de sus rencores y miedos. El Francés era un mulato corpulento, así que desechó la idea de confrontarlo físicamente: lo embriagó con un tepache que elaboró clandestinamente en uno de los cubos que se utilizaban para defecar, y, en la noche, cuando la erupción de fermento de piña estalló en las vísceras de su compañero, sólo tuvo que mantenerlo boca arriba para que se ahogara con su propio vómito.

El cocinero traspasaba las fronteras de la libertad y el encierro: tenía salvoconducto a diversas áreas de la prisión que estaban vetadas para los demás presos, como la cocina. Ahí se robó un cuchillo, con el que después troceó a su compañero. Nadie se dio cuenta del asesinato, a pesar de los vestigios de esa carnicería. Al amanecer, día de visita, familiares le llevaron masa, espelones, epazote, cebolla, manteca y varios kilos de pollo. Trabajó todo el día y toda la noche, ante la expectativa de sus compañeros encarcelados y también de los guardias, quienes se frotaban las manos imaginando su ración de mucbilpollo. 

Todos comieron y repitieron dos, tres veces. Incluso el director de la prisión pidió un pedazo, que se zampó con los dedos, manchándose la guayabera con las lágrimas del platillo. Muchos calificaron ese pib como el mejor que habían comido nunca, a pesar de los pedazos de una carne dulzona, dura, como de caballo. Nadie se dio cuenta de la ausencia del Huach Huach sino hasta dos días después, y, ante cualquier otra sospecha, coincidieron que lo más probable era que se había fugado. La certeza de esa historia cuajó aún antes de que el extranjero terminara de digerirse en sus tripas. Nadie lo echó de menos. 

No sé si esta historia es verdad, pero es extraordinaria; efervescente como las sales de uva que uno está obligado a recetarse después de escucharla —en tu caso, leerla. Un Jeffrey Dahmer de patio, Lecter de catacumbas yucatecas, que se devora la tranquilidad de los sueños y quita el apetito, aún en estos días. 

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Lea, del mismo autor: Matar a un cenzontle

 

Edición: Estefanía Cardeña
 


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