Un partido de fútbol es un ritual. Once contra once es la configuración más popular que exige nuestra religión original: jugar.
Sí, el juego, lo lúdico, es el culto primero, el que resume el universo en un instante que nos hermana, educa, sublima y transforma en héroes o villanos, humanos. Jugar lo que sea, de preferencia algo que involucre una pelota, si es esférica mejor.
La copa del mundo es, entonces, la visita de peregrinos a una Meca o Jerusalén itinerantes. Visitas sagradas sí, pero mundanas, pueriles, llenas de trampas, comercios, actividades sociales y, sobre todo, de estatus, antes que verdadera e íntima reflexión religiosa.
Una Meca de Hubal o un Templo lleno mercaderes, eso es la Copa FIFA o cualquier liga de alcance global o comercial. Grandes espectáculos, necesarios, de nuestra era, creadores de prosperidad y empleo, empero sin la invitación exigente para hacer algo más que observar. Ser religioso sin ser practicante, eso es el aficionado con cerveza en las gradas, el consumidor de redes sociales, el obsesionado con los videos.
Quien concurre al partido patrocinado y su respectivo festival masivo, asemeja al creyente que se avasallaba a la autoridad de la Iglesia Católica y Romana en sus peores eras, con enormes santuarios, cardenales rodeados de sospechosos sobrinos, costosos atuendos clericales, escándalos, jerarquías y fobias intolerantes. Los influencers de su tiempo.
Un boleto FIFA es reminiscente de una bula papal, pues asume que el acceso a lo divino del juego se puede comprar. La oportunidad de una foto tras bambalinas con un jugador célebre se vende cual absolución total o acceso a tocar una reliquia, todo depende de hacer la donación estipulada.
Sin embargo, así como tenemos el fútbol de misa católica inspirada por los Borgia, existen también los gnósticos de la religión lúdica. Los que juegan y viven el futbol, lo practican como un rito que hace comunidad y familia. Los que llevan a sus hijos e hijas a esa eucaristía.
Ellos creen que el conocimiento de la divinidad lúdica es un ejercicio en primera persona, no actividad de espectador que dicta una burocracia millonaria. Frente a quien va a misa buscando pagar por el carnaval, tenemos a quienes viven la fe y ellos también tienen sus tiempos, rituales y, especialmente, sus templos. Sus parroquias no presumen modernidad o el más impactante equipamiento, tampoco cuestan billones de dólares o cientos de vidas de trabajadores inmigrantes.
Otra magia por pedir
Los gnósticos del balón poseen modestos y antiguos santuarios, producto de aportaciones acumuladas por varias generaciones. Son espacios sagrados que asemejan ágoras. Se concurre a la cancha al encuentro de otros, para ser parte de un todo. Se asiste al partido por deber y emoción cívica, se contribuye con el bolsillo, con tiempo, con palabras. Se juega para que en el juego nazca y en ese parir la comunidad se perpetúe jugando.
Para esos verdaderos practicantes, el futbol no es espectáculo, bacanal, ropa de moda, pretexto para presumir, exhibir o consumir, coleccionar likes o subir videos. El fútbol es fútbol, ¿qué otra magia se puede pedir?
Es lógico que las ceremonias de ese otro balompié, uno simple y profundo, ocurran en espacios casi secretos y cerca de los otros templos. A esos resilientes practicantes hay que buscarlos desde otros ángulos y de pronto uno tropieza con el Estadio Jean Favre, en La Turbie.
Hablamos de un verdadero coloso que puede albergar hasta 50 espectadores, con cuatro espacios de vestidor dotados de calefacción, un baño deportivo y abierto para todo el público. Eso sí, este estadio gnóstico se encuentra a unos pasos de la iglesia de Saint-Michelle de la Turbie, construida en 1764. Un hermoso espacio erigido con piezas tomadas de un templo vecino que conmemora un triunfo distinto y opuesto al del Gólgota.
A escasos metros de SaintMichelle y nuestro estadio, en el área chica de la comunidad, también resiste el paso del tiempo El Trofeo de los Alpes. Sí, así se llama, casi como referencia deportiva (Tropaeum Alpium). Una enorme construcción romana que marca el triunfo de las tropas del emperador Augusto sobre las 45 tribus que habitaban la región alpina. Otros juegos, otras victorias, otros campeones, otros ritos.
Estadio galo, Iglesia católica y Trofeo romano se combinan en espacios montañosos, sinuosos, agrestes donde cada metro cuenta. Las calles son estrechas y los edificios parecen meter el hombro el uno al otro, como disputando espacios en la contienda por el balón de la relevancia urbana. Eso sí, el único espacio plano, amplio, así haya que arrebatarlo a pico y pala -dinamita incluso- es para el ritual más importante, el que unifica, el juego.
Uno aprende a buscar mejor y aparecen las huellas de ese fútbol de epopeyas en propia carne, batallas que definen comunidades y hazañas que sólo tienen sentido local, en las que la pasión se desborda, pero no hay comercio.
No muy lejos de La Turbie -en un mundo intercontinental- en San Gimignano, en el Manhattan de la Edad Media, en una ciudad en la que la aglomeración y los rascacielos de piedra mandan, los gnósticos también imponen su cancha. En la Via della Rocca brilla una cancha de fútbol, otro coloso deportivo que puede alojar decenas de espectadores (tal vez hasta tres decenas).
Ese espacio colectivo se ubica a menos de 50 metros del Duomo de San Gimignano construido en el año 1056, adornado con frescos sobre el juicio final y agolpado contra el Palazzo Comunale, donde alguna vez Dante Alighieri vino a negociar la paz. El teatro local, también a un tiro libre de distancia de la cancha, es una hermosa miniatura porque no hay espacio suficiente en la ciudad amurallada; sin embargo, para disputar el balón los metros cuadrados no se economizan.
Cuando has abierto los ojos, los campos de fútbol y sus estadios aparecen por todos lados, siempre en el área de templos, inamovibles del centro de la comunidad, ya sea en montaña, colina o valle estrecho. Galileo podría ver desde su experimental torre de Pisa un partido de fútbol y escuchar los cánticos de la fanaticada local.
La sabiduría nos coquetea cuando alguien escucha la plática en un idioma roto y nos propone lo obvio: los templos del fútbol deben estar al lado de los templos religiosos y cívicos para lograr el balance. Lo cívico y lo religioso lo edificamos con las manos, con el pulgar opuesto que nos permite asir la pluma, el pincel o la herramienta. El fútbol y sus suertes lo construimos con la imperfección del pie, la improvisación del momento. Usando los pies, el orgullo se nos diluye y cada golpe de pelota -hasta el del más virtuoso de los sacerdotes alquilados por FIFA- debe implorar a la providencia para resultar acertado.
No nos quedemos con las manos ni el dedo pulgar, menos el índice o el anular, parémonos a depender del milagro rezado con esfuerzo, a rencontrarnos con esa herramienta rupestre que nos hizo salir de nuestro hogar y nos dispersó por todo el mundo: los humildes pies que hacen jornadas caminando sobre rocas, duras o pulverizadas.
Salgamos a retar a la providencia en esos templos que -si los buscamos- están esperándonos a la vuelta de la esquina, sin discriminación o gobiernos intolerantes. Nuestro verdadero rito es jugar, caminar, sudar, retozar tod@s; los demás son otros ritos -de animales domesticados- si acaso.
Edición: Ana Ordaz
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