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'Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades'

En su regreso, Iñárritu nos lleva dentro de las experiencias oníricas y largo delirio de un personaje
Foto: Fotograma de película

Las intermitencias del ego. En vísperas de recibir un premio por su trabajo profesional en Estados Unidos, país donde reside con su familia, el periodista y documentalista mexicano Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho), padece una crisis existencial que se manifiesta mediante extravagantes vivencias oníricas. Se trata en realidad de un largo delirio del personaje, quien luego de un derrame cerebral en un transporte público, yace ahora en estado comatoso en un hospital de Los Ángeles. Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (Alejandro González Iñárritu, 2022), registra el infatigable y fatigoso recuento de los miedos, desvaríos y autoflagelaciones mentales que experimenta este personaje, álter ego evidente del realizador, durante su visita a la Ciudad de México. Varios signos ominosos le anuncian en esta urbe apocalíptica la fatalidad de su propio destino. En las calles del Centro Histórico observa que las personas se desploman misteriosamente sobre el asfalto, al tiempo que advierte a una araña trepando sobre la superficie de una vitrina; más adelante descubrirá en el Zócalo capitalino una siniestra pirámide de cadáveres. Cabe suponer que en estas escenas de barroquismo jodorowskiano se busca simbolizar la suerte trágica de decenas de miles de desaparecidos en México, o que esa otra secuencia en la que Silverio discute con un embajador estadunidense la venta de Baja California al gigante comercial Amazon pudiera aludir a un posible posicionamiento político. Pero todo se diluye en una gran nebulosa de ocurrencias caprichosas y un cúmulo de lugares comunes que pretenden ofrecer una imagen condensada del país que tantos extranjeros juzgan irremediablemente surrealista a partir de lecturas apresuradas de Octavio Paz o de tantos otros exégetas suyos que discuten sin cesar sobre la esencia verdadera del mexicano.

La cansina sucesión de imágenes fantasiosas con las que el director Iñárritu desea ilustrar el delirio comatoso de Silverio Gama tiene momentos deslumbrantes (fotografía del veterano Darius Khondji); desafortunadamente, la desmesura caprichosa del guion y la arbitrariedad de sus simbolismos deshilvanados transforman la experiencia en algo abrumador y penoso. Para justificar esa sobrecarga de apuntes laboriosamente ingeniosos, el director ha señalado que todo en esta película debe entenderse como producto del delirio de Silverio Gama, quien se encuentra postrado en un hospital, en un estado mental que oscila entre la vida y la muerte, muy cercano ya del “bardo”, ese tránsito a la próxima rencarnación del ser y momento intenso de reflexión existencial, según el pensamiento budista. A partir de esta premisa esotérica, todo está permitido en el terreno de las ocurrencias: desde el regreso, por voluntad propia, de un feto recién salido del útero a su lugar de origen, posiblemente asqueado por la realidad social a la que tendría que enfrentarse, hasta el rencuentro de Silverio con su padre fallecido en la secuencia en un mingitorio donde el hijo, literalmente diminuto, dialoga impotente con esa figura patriarcal inalcanzable. Pero lo más doloroso en el recuento vivencial del protagonista es su viacrucis de cineasta festejado y a la vez incomprendido, que vive la triste realidad de ser un extranjero no sólo en su propia tierra, sino también, y con agudeza mayor, en el país vecino donde ha vivido, sin apremios materiales, un autoexilio dorado, condición abismalmente distinta a la que viven miles de sus paisanos indocumentados. Para la sensibilidad del artista Silverio, ese desfase duele.

En una secuencia clave, después de dejarse consentir y festejar a la manera de un ídolo futbolístico, el cineasta sostiene un diálogo corrosivo en la terraza del California Dancing Club con un viejo colega suyo quien, ahora desencantado, le endereza críticas muy duras a su actitud y a su trabajo. Entre todas las referencias fílmicas que sugiere el filme, hay una predominante, el Ocho y medio (1963) de Federico Fellini, donde el director que interpreta Marcello Mastroianni evoca con nostalgia a su padre fallecido, soporta con dignidad estoica las diatribas del crítico que sin piedad le señala su esterilidad creativa, sugiriéndole una jubilación anticipada, todo como una suerte de autorretrato poético y honesto del propio Fellini. El narcisismo que exhibe Iñarritu en esta esforzada construcción de su álter ego documentalista es de muy otra especie. Se trata de una autocrítica falsamente humilde que, según la revista británica Sight & Sound, nos presenta “en bandeja de plata la oportunidad de asomarnos al ombligo de un cineasta”. Un decepcionante regreso del hijo pródigo al país de ese primer largometraje suyo, Amores perros (2000), el cual, revalorado hoy, parece mucho más espontáneo, sincero y arriesgado.

Se exhibe en la plataforma Netflix y en salas comerciales.

Edición: Emilio Gómez


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