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Foto: Juan Manuel Valdivia

Julián Dzul Nah y Abrahan Collí Tun

Juan Villarreal asentó un tercio de leña recién colectada junto al fogón de su casa. Nacido y radicado toda su vida en lo que fue una pequeña hacienda henequenera cercana a la costa norte de Yucatán, dijo temer que fuesen estos los últimos días en que pudiese leñar en aquel terreno donde recogía ch’ilibes desde pequeño. La tierra ya no pertenecía al ejido de su pueblo, sino de un comprador a quien nadie vio nunca. No estaba cercado, pero pronto habría de ser fraccionado para que sus lotes fuesen expendidos, como pasó con otros territorios de los alrededores. Una serie de letreros junto a una carretera solitaria que parece únicamente transitada en periodos vacacionales acusaba el nuevo nombre dado al territorio: un vocablo extraño al histórico Chakxuul, como ha sido llamado desde sus abuelos y figura en viejos planos de archivo, con motivo de la abundancia de especies arbóreas así nombradas en lengua maya.

Las pretensiones de aquella posesión y renombramiento —o mejor dicho, desnombramiento— no eran, de cierto modo, ajenas a Juan. Por alguna razón que intentaba comprender, sus abuelos trastocaron sus apellidos Kutz —nombre para llamar al pavo ocelado— por Villarreal, durante una campaña que, décadas atrás, facilitó la castellanización de apellidos en lenguas originarias. “Mi abuelo cree que al señor del registro civil le sonaba a ‘pavorreal’, y le pusieron así su apellido”, dijo con temor risueño. Le ha sido negado, además, el uso de su lengua materna como idioma vehicular, y el derecho de credibilidad al nombrarse a sí y a los suyos como mayas, al nacer y habitar un territorio que, de acuerdo con algunos autores locales, sufrió una suerte de “colapso étnico” tras el megaproyecto henequenero que apisonó la península en siglos pasados. Cabe destacar que la lengua posee un valor incalculable, más no agota la consideración de las etnicidades. Tras el paso del Covid-19, las autoridades sanitarias le tuvieron como criterio principal, lo que nos lleva a pensar que, de entre las personas afectadas o fallecidas, ha habido personas indígenas no consideradas como tales. Pese a todo, Juan dijo esforzarse por habitar aquel pequeño territorio, un espacio en el que se sentía cada vez más como un extraño, pero no por ello menos maya y heredero suyo. Ni él ni sus vecinos dejarán de llamar Chakxuul a aquel territorio y mantenerlo así en su memoria y en la de generaciones venideras.

El caso de Juan es uno entre muchos similares acontecidos entre el pueblo maya peninsular, que nuestro trabajo etnográfico nos ha permitido conocer. Es consabido que arrebatar nombres o referencias en lenguas originarias para someter pueblos o expoliar sus territorios, memorias u otros bienes, ha sido una práctica de penosa aplicación en dinámicas de subyugación pretérita o reciente, y ha sido objeto de reflexión desde distintas disciplinas y geografías. Un ejemplo para el Caribe es Malcolm Ferdinand quien en A Future Named “Ayiti” ha urgido a la búsqueda de horizontes comunes por el renombramiento del mundo en sus vocablos originarios, como resistencia a los despojos [neo]coloniales tras el arrebato e imposición de nombres ajenos a la tierra y a sus gentes. 

La relación de Juan con aquel espacio desdobla cuan imperante es para él y para otros la necesidad de recordar los nombres y apellidos suyos y de otros territorios en relación, recuperando los términos originarios dados por generaciones antecedentes. El trasfondo político de estas nominalizaciones lleva también a valorar los vínculos históricos entre humanos, no humanos y otros vivientes. Para Juan, el compromiso por mantener los nombres originarios ante los arrebatos y renombramientos ajenos, honra la memoria de quienes forjaron y habitaron en aquellos territorios. La acción de nombrar los trae de vuelta y reconoce su participación en las redes de defensa y cuidado del territorio, sumadas a las de plantas, animales, vientos y yuumts’ilo’ob que participan en el paisaje, lo que urge a su reconocimiento político en la configuración de defensas territoriales ante los despojos. Invita a reflexionar y cuestionar la ficcionalidad de los nombres impuestos. Como dice Silvia Federici en Reencantar el mundo, mantener los nombres es apremiante, especialmente en contextos donde las relaciones parecen desarticularse ante diferentes embates. Quizás así podremos entonces ser menos extraños en nuestras propias tierras. 

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Edición: Estefanía Cardeña


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