Desde el ORGA hemos podido constatar que, entre estudiosos del tema y funcionarios responsables del crecimiento de la urbe, existen al menos dos grandes paradigmas confrontados sobre lo que se debe hacer con la ciudad.
Por un lado, hay quienes conciben la ciudad desde una óptica “peatonal”, para ellos más que hablar de ciudad o urbe se debe hablar de territorio (concepto más largo, dinámico y polivalente). El territorio existe en función del uso que hacen de él los individuos. La manera más fácil de apropiarse y hacer uso del territorio es caminándolo para conocerlo. La apuesta es por una simbiosis con el entorno y el ambiente para modificar el ecosistema sin ser agresivo con el mismo.
La segunda visión va de la mano del uso y modificación de la urbe para adaptarla a las necesidades de sus habitantes sin importar el entorno. Es un paradigma que centra la atención en la motricidad de la ciudad, es decir en la capacidad de que un organismo vivo pueda movilizar todas y cada una de sus partes. Visión más “funcionalista” que la anterior, su gran reto es gestionar orden dentro del caos que implica movilizar cada una de las partes de un todo, y por ende la modificación total del ecosistema.
Trataremos de ser breves en la exposición de la primera visión, la peatonal. En las últimas semanas hemos sido testigos de aumentos considerables en la temperatura de la ciudad ante ello emerge la disyuntiva de hacer algún tipo de actividad al aire libre. El sentimiento de bienestar después de realizar una caminata de más de 30 o 40 minutos es algo que varios conocidos me han compartido. Caminar ayuda a disminuir el estrés, a liberar tensiones, a oxigenarse, a meditar, y quizá lo más evidente a mantener una buena salud.
Sin embargo, fuera del tema del calor raramente nos detenemos a observar las condiciones que ofrece la ciudad para caminar o ejercitarse al aire libre. Podemos ir incluso más lejos independientemente del calor ¿Cuál es el estado de la ciudad para desplazarnos de manera peatonal? El polémico tema de las ciclovías despertó un debate necesario sobre otras formas de movilidad distintas a la motorizada.
Resulta interesante observar que, igual que en muchos otros aspectos, Mérida es una ciudad a dos velocidades. Algunas colonias y barrios, normalmente ubicadas en el norte de la urbe, cuentan con amplias banquetas, con señalizaciones, con disminuidores de velocidad para los automóviles, e incluso con semáforos. Son los mismos espacios donde podemos encontrar rampas, accesos, no solo para silla de ruedas sino para carriolas y algún otro tipo de utensilio como pueden ser las bolsas con ruedas a manera de maleta. Del otro lado de la moneda, o de la ciudad, encontramos igualmente barrios y colonias donde las banquetas son deplorables y mínimas, donde no existen señalizaciones e incluso en ocasiones ni banquetas hay.
Los sociólogos que estudian las urbes señalan que lo primero a hacer para conocer un asentamiento urbano es caminarlo. Prestar atención al ecosistema pone al individuo en situación de cohabitación, lo obliga a reflexionar y en cierta medida a negociar sus acciones con el entorno. Con la caminata comienza el proceso de percepción de la realidad tangible. Lo que parece una banalidad en realidad es una actividad concertada que obedece a un código socialmente aceptado y muchas veces estricto (Goffman 1973). Ello es evidente cuando observamos que no existen indicaciones o avisos sobre sentidos de circulación para autos o peatones, pero que los individuos recién llegados los adoptan rápidamente sin siquiera cuestionarlos.
De esa manera el caminar obliga al peatón no solo a adaptarse a ciertas circunstancias muy específicas, sino a actualizar una serie de procedimientos en los que confluyen sus capacidades físicas (subir por escaleras, por rampa o por elevador, por ejemplo), su cultura social (pasar desapercibido o hacer evidente su presencia), y la percepción visual (exploración del terreno, intercambio de miradas con otros, etc.). Es decir que caminar implica la movilización permanente de las potencialidades de la urbe y las habilidades cognitivas, perceptivas, y prácticas del peatón. Se trata de un ejercicio en dos sentidos. Es necesario resaltar que, al caminar la ciudad, la percepción del espacio y los lugares evoluciona en nuestro imaginario y con ello mismo el entorno se recompone. He aquí la importancia y el potencial peatonal.
El ir y venir de un lugar a otro, el deambular por espacios conocidos o por descubrir, la marcha apresurada ante el inminente avance de las manecillas del reloj, los descansos obligados a la sombra de una enorme ceiba, son mandatos que nos impone el espacio urbano. La visión “peatonal” para saber qué hacer con la ciudad parece una gran oportunidad para una urbe como Mérida que continúa con su expansión territorial, sin embargo, quizás lo primero que nos toca hacer como ciudadanos, como habitante de la otrora “ciudad blanca”, es volvérnosla a apropiar, y la vía para ello es caminándola.
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