Teniendo como punto de partida el planteamiento de Marx sobre el fundamento material de la vida social (que plantea que el hombre se asocia para producir los bienes materiales que le garantizan la subsistencia), Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron tratan de entender cómo es que en una sociedad reproduce el orden cultural que le permite perpetuarse objetivamente.
El asunto podría resumirse de la siguiente manera: ¿qué es lo que hace que los grupos sociales estén en disposición de reproducir sus condiciones de vida a pesar de que éstas pueden ser desventajosas? O, de otra manera: ¿cómo se distribuyen y administran las mentalidades que permiten que un estado de cosas se reedite en la vida cotidiana?
La respuesta es breve pero muy compleja: imponiendo como legítimos un conjunto de significados a través de los cuales se ocultan relaciones de fuerza entre grupos sociales. Dicha imposición, sin embargo, se realiza a través de una serie de “acciones pedagógicas” cuya cualidad, según estos sociólogos, es que se ejercen como actos de violencia simbólica porque se imponen necesariamente como un arbitrio cultural.
Así, toda acción pedagógica debe ser considerada como un acto de violencia simbólica cuyo objetivo es conformar un conjunto de principios prácticos que configuran nuestras acciones cotidianas, mismos que están englobados en un conjunto de disposiciones que los actores sociales determinan como permanentes o “naturales”, disposiciones a las que Bourdieu denominó como “habitus” (la disposición para consumir, por ejemplo, es un “habitus” inherente a la economía de mercado).
Tomando en cuenta lo anterior, podemos ver que el conflicto generado por los nuevos libros de texto (mismo que se reedita cada vez que aparece una nueva versión de los mismos), tiene su origen en ese conjunto de “acciones pedagógicas” que pudieran calificarse como “novedosas”, las cuales, por definición, se implementan (necesariamente y más allá de los propios actores e instituciones sociales) como actos de violencia simbólica.
Somos un país en constante construcción y re-construcción. El gobierno en turno busca promover algunos valores que no sintonizan con la perspectiva neoliberal; todavía tenemos, en algunos casos, pendientes históricos por resolver (pienso, por ejemplo, en la figura de Juárez que para muchos es un personaje abominable porque secularizó el poder político en nuestro país o en la de Francisco Villa, a quien Aguilar Camín calificó como un asesino, violador y roba-vacas) y nuestra consciencia política todavía está —tristemente—secuestrada por los partidos políticos.
Aquellos libros que hace sesenta años traían dibujos de los órganos sexuales y reproductivos de los seres humanos (cuyas hojas eran engrapadas o de plano cortadas por algunos maestros), también generaron el enojo de los sectores más reaccionarios.
¿Deberíamos, entonces, abolir el libro de texto gratuito en aras de una discutible libertad para educar?
Sería útil comenzar un ejercicio de imaginación en ese sentido para trazar un panorama de lo posible. Como quiera, me parece que el planteamiento de Bourdieu y Passeron es atendible, pues no se educa (en ninguna de sus modalidades) sin ejercer formas sutiles o abiertas de violencia simbólica; esa es una característica inherente al acto de educar, más allá de la dulzura y la bonhomía de los profesores.
Lea, del mismo autor: El libro de texto gratuito: Arañazos y despropósitos
Edición: Estefanía Cardeña
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