Todo lo narrado aquí es verdad; todos los personajes existen o existieron. Es más, el parecido de Itzimná a los ficticios Macondo o Yoknapatawpha es sólo una coincidencia: el barrio existe, es real.
¿Quién es la mula?, preguntó el pariente, creyéndose muy gracioso; el simpatías. La mujer no le contestó; hizo como si no existiera y se salió de la habitación: no quería que la viera llorar. Tenía ya seis años casada, y aún no había quedado embarazada. Entonces, en situaciones así no se concebía más culpable que la mujer. Para su esposo y su familia, la mula era ella. Las bromas e indirectas pronto se convertirían en reproches y malos tratos; lo sabía.
Igual lo sabía un hermano marista que la conocía desde que ella era niña; había sido maestro de sus hermanos mayores y vivía a pocas cuadras de su casa, en Itzimná. Esa misma tarde de domingo llamó a su puerta y le entregó un guardapelo de plata: Te traje esto de mi tierra; es una joyita que era de mi madre y que quiero que ahora la tengas tú, le dijo. Ella, emocionada, se colgó el relicario en el cuello.
Esa noche no pudo dormir: sintió mariposas en sus tripas; un revoloteo que aspiraba a convertirse en huracán. De los breves instantes de sueño la despertaba un intenso olor a pólvora; un picor explosivo, parecido al que provoca la pimienta. Prefirió entonces levantarse y esperar al amanecer con una taza de café. En ese inicio de día, recordó cuando su hermano se escapó del colegio y el marista y varios maestros lo persiguieron hasta su casa. Y sonrió con el primer rayo.
La tierra estéril de su vientre le pesaba cada vez más. Los susurros que surcaban su paso por la calle se hacían cada vez más ruidosos: Ahí está, la señalaban al pasar. Y esos dedos y esas voces la traspasaban; se sentía maldita, huérfana de explicaciones. Tal vez su madre, que había dado a luz veinte veces, había dilapidado la fertilidad de su estirpe. Tal vez la mezcla de sangres —la suya y la de su esposo— era demasiado peligrosa para convertirse en un niño o una niña.
Un día, mientras veía por la ventana cómo un gallo del tamaño de un niño de diez años perseguía al mozo de la casa, sintió un golpe en la panza; no fue una patadita: parecía que Eusebio estaba adentro de ella. Supo que estaba embarazada en ese instante; el paréntesis de la menstruación y la matrona se lo confirmarían después. Su primer hijo nació cuando ella tenía veinticuatro; con él, ella también llegó de nuevo al mundo. Nunca más ha vuelto a dormir tranquila. Eso, explica con calma, sin victimismos, es ser madre.
Uno de los primeros en ir a visitar al bebé fue el hermano marista; lo cargó y le prometió que le enseñaría el idioma francés, como intentó con sus tíos. Antes de irse, vio el relicario colgando del cuello de la radiante madre. Y sonrío. Sólo él sabía lo que había en el interior de ese guardapelo de plata y sólo revelaría el secreto años después, en una carta escrita desde una residencia para ancianos religiosos.
Desde ese cementerio de elefantes, término con el que describía el lugar, el marista relató en la carta cómo su madre conspiró con José de León Toral y la madre Conchita para asesinar a Álvaro Obregón. Ese trueno de la tormenta que después se bautizaría como cristiada no comenzó con la lectura del Evangelio sino con el de las filípicas de Cicerón; precisamente esas ideas cargaron el revólver de Toral.
Fue la madre del marista quien le enseñó a dibujar, para que él pudiera hacerse pasar por un caricaturista callejero. Bajo ese disfraz, Toral disparó seis veces contra Obregón con una pistola española Star calibre 32. El 17 de julio de 1928, en el restaurante La Bombilla, en Ciudad de México, el rostro de Obregón recibió un disparo a cinco centímetros del rostro, cuatro disparos más en la espalda, y el sexto en el muñón de su brazo derecho.
Toral sabía que no tenía escapatoria; lo sabía desde que comenzó a urdir el magnicidio. El kamikaze católico sabía que no sólo mataba a otro hombre sino que igual él se quitaba la vida. Y así sucedió. Él y la madre Conchita fueron apresados y juzgados por el crimen. El sábado 9 de febrero de 1929 fue ejecutado por un pelotón en la Penitenciaría de Lecumberri. Su cuerpo fue destinado a los gusanos de la fosa común, pero antes una turba silenciosa le arrebató sus ropas, asegurándose de que todas se empaparan de sangre.
En el relicario que aún hoy cuelga del cuello de esa mujer de Itzimná hay un trozo de algodón con sangre de un magnicida. Eso ella no lo sabe, ya que la carta que escribió el religioso en la marisma que está previa a la muerte nunca llegó a su destino. Sólo los que han leído la confesión del marista y conocen esta historia comprenden entonces el porqué el primer hijo de esa mujer maldice a los dictadores, rumiando catilinarias.
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