Los férreos detractores de la 4T han intentado construir, a veces de manera un tanto ridícula, una imagen autoritaria y antidemocrática de AMLO. Una y otra vez insisten en que impone, desautoriza y polariza sin razón. Por el contrario, analistas cercanos a este proyecto han mostrado diversas formas en que no sólo las políticas públicas de redistribución o de reconstrucción social contribuyen a la democratización del país, sino también su forma de hablar. Por ejemplo, David Bak Geler en un libro de reciente publicación analiza cómo la recuperación del lenguaje ordinario y de la cultura popular por parte del presidente representan formas performativas de este que contribuyen a la democratización, a la politización de la sociedad en general y a nombrar diferencias que ya existían, pero no se nombraban y ocultaban opresiones estructurales. Otros más, si bien están cerca del proyecto de la 4T también han señalado una resistencia a una escucha más empática y abierta a la crítica de temas que parecen no avanzar hacia la justicia, como Ayotzinapa o los desaparecidos. Creo que ambos tienen razón.
Sin embargo, cabe preguntarnos si la democratización del país depende exclusivamente de lo que se diga desde la presidencia y lo que logran sus políticas. Ya John Dewey el siglo pasado desarrolló con minucia una concepción de la democracia como forma de vida, más que como forma de gobierno. Como dice Melvin Rogers, el énfasis de Dewey en una cultura de la democracia funciona en un registro diferente y es mucho más ambiciosa que su visión exclusivamente política. Si bien algunos planteamientos de Dewey fueron señalados de ingenuos, el filósofo desarrolló detenidamente una teoría democrática que promovía prácticas horizontales y siempre abiertas a la reelaboración de nuevos fines y medios, tanto en la educación, la ciencia, la familia y la vida social en general. Aunque esta no es una práctica fácil de realizar, y surgieron muchas dudas de por dónde se empieza en escenarios de alto conflicto social, si recuperamos al menos su planteamiento general, la vida democrática consiste en practicar y defender desde todos los espacios de convivencia los valores que constituyen nuestra visión de una ciudadanía saludable. En definitiva, dice también Rogers, para Dewey una democracia es tan fuerte como los hombres y mujeres que la viven.
Un lugar particularmente relevante para ello son las universidades. La universidad pública representa el lugar en el que se termina de educar a las grandes mayorías, particularmente, es la llegada al ejercicio pleno de la ciudadanía de los jóvenes. Además, es el lugar donde se realiza investigación, en principio crítica, lo que significa un análisis constante de nuestras teorías sobre casi todo. Si buena parte de los modelos deliberativos de la democracia fueron inspirados en la ciencia (para bien o para mal), la universidad y la academia se convierten en los lugares naturales en donde se debería de practicar la deliberación entre pares, de forma horizontal y haciendo uso de las virtudes morales necesarias para llegar acuerdos no forzados; tales como la capacidad de escucha, la empatía, la apertura para la pluralidad, la tolerancia o la solidaridad. Bajo estas premisas, este sería un lugar en principio prototípico para que las decisiones colectivas, abiertas a la crítica, a la posibilidad de mejora y basadas en la confianza mutua fueran la base de su funcionamiento. En definitiva, estamos terminando de formar ciudadanos y no hay nada mejor que el ejemplo para promover formas de vida y hábitos saludables.
Pero, ¿así funcionan las universidades? ¿Tienen estructuras y dinámicas que permiten cultivar la vida democrática? ¿Cabe cuestionar tan férreamente el comportamiento del presidente, calificarlo como autoritario, y al mismo tiempo reproducir formas verticales, sectarias o mafiosas y poco flexibles en nuestras propias instituciones y prácticas? Me parece que después de las múltiples críticas que ha recibido el modelo neoliberal de Estado y sociedad, basado en premisas individualistas y meritocráticas, que no hacen sino ocultar las desigualdades y opresiones estructurales, lo que correspondería a la universidad pública, a profesores, investigadores y autoridades universitarias, es cultivar otro tipo de hábitos en nuestras propias comunidades, entre nosotros y con nuestros alumnos. Ya decía el propio Dewey en Freedom and Culture que la democracia es el camino más duro porque distribuye la responsabilidad en el mayor número de seres humanos e involucra cuidar los medios y procedimientos. No obstante, la autonomía universitaria lo permite y nuestra función social lo demanda. Es una pena que no esté ocurriendo.
Profesora del Departamento de Filosofía de la Universidad de Guadalajara
Lea, de la misma autora: CONAHCYT y la función social de la filosofía
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