Desde hace un par de años las políticas públicas sobre la investigación han sido objeto de controversia debido a las numerosas modificaciones del antiguo CONACYT. La última y más radical fue la nueva Ley de Ciencia que entraba en vigor el pasado mayo en medio de múltiples polémicas. Un primer elemento que llama la atención es que el nuevo CONAHCYT incorpora una H para agregar, pero también para distinguir las actividades de las humanidades como parte de la investigación. Ello sugiere que disciplinas como la literatura, la filosofía o la historia son explícitamente consideradas como parte de la investigación nacional, pero también y más importante, son diferenciadas de las ciencias sociales y naturales. A primera vista esto me parece un acierto. No obstante, otro elemento que ha sido crucial para perfilar el futuro investigador de la nación, más recientemente de los posgrados, han sido los temas y problemas que la institución considera prioritarias para financiar (PRONACES). Curiosamente ahí no aparece la filosofía.
Esta disciplina siempre ha tenido un papel controvertido en el juego de las prioridades de las políticas públicas, me atrevería a decir, a nivel internacional. En sociedades contemporáneas cada vez más centradas en la vorágine de la inmediatez, en lo práctico, en lo productivo, parecería que queda poco lugar para pensar que la filosofía pueda servirnos de algo. Las tendencias neoliberales de las últimas décadas fortalecieron un conjunto de políticas públicas donde resultaba prescindible. Sin embargo, diversas organizaciones de investigadores y profesores se movilizaron para evitar que la enseñanza de la filosofía fuera eliminada de los planes de estudios, reivindicando su importancia. Recuerdo los casos de España y México, pero imagino que hay más.
En estas campañas a menudo encontramos el argumento central de que la filosofía es, por antonomasia, el lugar del pensamiento crítico, el cual resulta indispensable para promover sociedades democráticas y participativas. Pero, ¿sin la filosofía no hay pensamiento crítico? No lo creo. ¿No es crítica también la ciencia, el arte o la historia? Entonces, ¿Cuál es su función? ¿Para qué la necesitamos?
Responder estas preguntas no es una cuestión baladí, de hecho, no creo que exista un consenso entre los propios filósofos al respecto. Necesitaríamos un seminario para exponer las posibles respuestas, las canónicas y las más originales, y no estoy segura de que tendríamos más claridad al respecto. Una primera respuesta socrática sería que la filosofía intentar responder a la pregunta de ¿cómo vivir? Lo cierto es que históricamente la filosofía pretendió tener un papel fundacional de nuestras prácticas, ya Platón hablaba del rey filósofo que inspiró y sigue inspirando parte del quehacer filosófico. Sin embargo, las sociedades modernas cada vez más secularizadas fueron desinflando paulatinamente la idea de los fundamentos últimos que la filosofía buscaba en planteamientos metafísicos.
El siglo XX marcó a la filosofía, como a otras disciplinas, por un proceso de profesionalización que la fue haciendo cada vez más técnica y árida en las dos grandes tradiciones que dominaron el campo: tanto en su versión analítica anglosajona, como en la metafísica continental. De pronto la filosofía se encontraba muy lejos de nuestras prácticas cotidianas llegando a callejones sin salida teóricos que concernían solo a unos cuantos especialistas sobre la faz de la Tierra.
Afortunadamente, en las últimas décadas creo que comenzó un despertar para recuperar o, mejor aún, redefinir la función social de la filosofía, no con pretensiones de reyes ni de dioses, sino de simples críticos culturales. Pensar cómo construimos una sociedad sin asimetrías de género, más justa. Cómo hilamos las virtudes morales con las nuevas tecnologías, con inteligencias artificiales. Cómo deshacemos visiones de la historia imperialistas y condescendientes. En fin, como decía John Dewey, cómo tejemos lo viejo con lo nuevo. Sin duda, eso muestra una labor más humilde y terrenal de la filosofía de la que se imaginó Platón. Se trata de un grupo de lectores que disponen de una pluralidad de vocabularios: el fenomenológico, el analítico, el psicoanalítico, etc., cada uno de los cuales sirve para determinados fines, como una caja de herramientas. A su vez esta caja echa mano de la historia, de la antropología, de la literatura, sin demarcaciones claras y sin niveles epistemológicos. Esta labor no es grandilocuente ni goza de inmediatez, más bien es un proyecto de largo aliento, pero importante para reconectar con la pregunta de ¿cómo queremos vivir? Que en los escenarios distópicos de hoy cobra más importancia que nunca. Ojalá y las políticas públicas lo estén pensando así.
Profesora de filosofía de la Universidad de Guadalajara
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