—No vino su médico —le aviso a Carmela—. Seré yo quien le atienda el día de hoy.
Su gesto oculta el enfado. No se queja. Un médico diferente cada cita. ¿Se pueden contar de esa manera las penas? Es como ir dejando pedacitos de alma en manos desconocidas.
Entra al consultorio y se sienta. No espera mi introducción ni pregunta mi nombre. Sabe que, con toda probabilidad, será la última vez que me vea.
—Hoy vengo muy mal —me deja saber—. Hace dos semanas murió mi hermano.
Va a dejar un pedazo de su alma entre mis manos.
La invito a hablar, le digo que la escucho. A veces el consuelo es un acto silencioso.
Me cuenta: 23 años, recién graduado de una ingeniería. Amante de las motos y la velocidad, de sentir el aire revolverle los cabellos. Para que el aire te revuelva el cabello, uno se tiene que quitar el casco.
Un acto temerario, pienso. Una vez un amigo ortopedista dijo que en las motos tu cuerpo es la carrocería. Me pregunto qué determina que a uno le atraiga la velocidad. No me gusta pasar de 140 ni en mi auto. Ir rápido nunca me ha llamado la atención.
—Siempre le advertí—me dice entre llantos—. Ir a 180 sin casco es jugar a la ruleta rusa.
Una vez jugué a la ruleta rusa. Tenía 16 años y vivía en Montevideo. No el Uruguayo, sino el de Minnesota. Shane, mi hermano de la familia que me adoptó por un año, conducía su Corvette 1975, regalo de su padre. Había terminado el partido de básquetbol del equipo de la preparatoria y regresábamos a casa. Las noches de enero en Montevideo son oscuras y nevadas. Tres suéteres encima no le eran suficientes a mi sangre yucateca. La casa estaba en medio del campo, a las afueras del pequeño pueblo. Teníamos que manejar por una autopista rural a la cual por la mañana le echaron sal para derretir el hielo.
—Fractura de cráneo y de las dos piernas —dice Carmela—. También le explotó la vejiga y tuvieron que cosérsela.
Salió bien de todas las cirugías, explica. Tras un par de semanas le quitaron el tubo de la boca y en ocasiones despertaba. Al hacerlo, divagaba, decía incoherencias. No sabía dónde estaba. A Carmela la confundió con una novia que tuvo en primaria. Pedía ver a su madre, muerta a inicios de la pandemia. Pero estaba mejor, insiste Carmela. Era un chico fuerte, lo suficientemente fuerte para sobrevivir a un derrape de 100 metros.
—¿Quieres ver las estrellas? —me pregunta Shane, con una sonrisa. Sus manos sujetan el volante con fuerza.
La calefacción está a tope, pero me congelo en el asiento del copiloto. No hay ni una estrella en el cielo denso, repleto de nieve. Busco una explicación en el perfil afilado de Shane. Los faros del viejo auto apenas alumbran el camino. Desperdigadas a la distancia, un par de luces amarillas de graneros son lo único que rompe la negrura que nos rodea. Los campos que antes crecieron maíz son ahora una cama donde la nieve se recuesta.
Digo que sí. Shane cambia a las luces altas y acelera. El velocímetro va del 50 al 80, de 80 a más de 100. Son millas por hora. Pienso en el hielo de la pista mientras ruge el motor del Corvette. Recuerdo mi fórmula para calcular qué tan rápido es ir a 110 millas por hora.
—Al final, lo mató una bacteria—termina Carmela.
Está enojada porque una neumonía intrahospitalaria se llevó a su hermano. Se lamenta: sobrevivió a lo más terrible para terminar muriendo por una diminuta bacteria. Después se intenta convencer. Su hermano hubiera quedado con secuelas, sin poder volver a manejar. Otra forma de muerte para un joven como él. Eso parece consolarla. Ha hablado media hora y, entre mis recuerdos, los de ella: sus idas al río a lavar la ropa, regresar a casa con leña en los hombros, o cargando cubetas de agua que sacaron del pozo. Después su hermano se mudó a la ciudad para estudiar y trabajar. Con el dinero de su empleo pudo comprarse su moto.
—Mira las estrellas—la mano de Shane apunta el camino frente a nosotros.
Las luces altas del Corvette iluminan los copos de nieve que se nos aproximan a 180 kilómetros por hora. Entre la negrura de la noche montevideana, parecemos una nave que vuela entre estrellas. Mis ojos contemplan la escena maravillosa, y por un momento me olvido que las llantas giran sobre una autopista congelada.
Quizá entonces puedo entender al hermano de Carmela. Y me pregunto cómo los copos diminutos pueden parecer estrellas gigantescas, cómo una bacteria microscópica puede ocasionar un dolor tan grande, y cómo los recuerdos lejanos, ínfimos, pueden volverse pedacitos de alma, como los que Carmela me pudo confiar pese a que, con toda seguridad, no nos volveremos a ver.
Escritor, sicoanalista y siquiatra de adultos y niños
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