¿Dónde está mamá?, preguntó el viernes en la tarde. Nadie le recordó que había muerto en 1996. En cambio, mintieron y dijeron que regresaba al rato, segurísimo, que todo estaba bien, que no se preocupara. Él siguió preguntando por ella, inquieto, hasta que la bruma del ansiolítico conjuró la orfandad.
Desdentado como cuando nació, en la ciénaga de su memoria se refugió en el primer recuerdo que tuvo: el sabor de la leche amarga de su madre. Bastó un instante para probar la mala noticia que lo privó de aquella tibieza de nido. ”Tienen preso a tu hermano”, le dijeron a la mujer. ”Lo van a fusilar al amanecer”. La leche se le agrió a la mujer y su hijo inoculó hiel.
Conmutaron la pena por cadena perpetua, que en realidad fue estar frente a un paredón, al alba, durante varias décadas; el tiempo se detuvo en aquella prisión con muros de agua, como la describió Revueltas. El tío de aquel recién nacido privado de leche materna regresó a la vida sólo para morir.
La memoria prevalece y se torna en desvarío. Esa familia lacerada por la tragedia se exilió en La Habana. El niño, con la sed del desierto, se escapaba de casa en busca de cachorros de perros para olerles el hocico. ”No hay olor más maravilloso que ese”, aún asegura, ya con todos sus sentidos descascarados. Ese aliento tibio y dulzón: olor a leche materna.
En una de esas odiseas naufragó en el arrabal de los cimarrones; ahí, durante varios días, una nodriza inmensa y amorosa —una “gentil ballena”, la describe— lo alimentó. Ese niño escuálido regresó a casa fuerte como un toro, y sin ese sabor a mierda que le había provocado la caída en desgracia de su familia, lastrada por el crimen de su tío.
Su madre lo recibió con una bofetada y con besos, muchos besos. Lo encontraron luego de varios días —y noches— de búsqueda, siguiendo el rastro de camadas desperdigadas. La nodriza fue premiada con billetes, los que canjeó por una foto del niño al que había amamantado. Aún hoy, la nieta de esa mujer conserva, como su único legado, una foto del niño en blanco y negro, a la que le pintó los ojos de azul.
El niño y su familia regresaron a México. La siguiente vez que se fugó de casa fue a los 12; dieron con él casi un mes después, cuando un pariente lejano le habló a sus padres y les dijo que lo había visto en Los Ángeles, más de 3 mil kilómetros al Norte. Viajaron directo a California, luego de dar vueltas en círculo siguiendo la falsa pista de cachorros recién destetados. Su madre lo saludó con una bofetada y con besos, muchos besos.
A pesar de los años y de las huidas, nunca dejó de orbitar alrededor de ella; había años que, como cometa, lo hacía demasiado lejos, y sólo se percibía la estela de su paso. Siempre regresaba a su madre, a esa solitaria bofetada y a ese arrebato de besos. Por eso ahora la llama, y pregunta por ella.
¿Dónde está mamá?. Tiene miedo de volver a tragar esa hiel que le quemó el alma cuando tenía pocos meses; el veneno de su ausencia. Y, aunque no nos damos cuenta y pensamos que son cosas de viejos, su madre lo consuela asegurándole que el cielo es como oler el hocico de un cachorrito de perro. Él aún no le cree; ella no sólo conoce su terquedad: la extraña.
Tiene tiempo de convencerlo y está contenta de que pronto estará con él. Esta vez no lo recibirá con cachetada alguna, aunque se merece varias, sino sólo con besos, muchos besos. Aquí estoy, hijo. Siempre he estado aquí.
Lea, del mismo autor: ''Sexo, pájaros, vida, muerte, sexo, pájaros, vida y muerte''
Edición: Fernando Sierra
Dependemos en demasía de la electricidad; ¿qué pasa con esos rincones del mundo que viven en penumbra?
Rafael Robles de Benito
El instituto electoral deberá emitir una resolución al respecto
La Jornada
La censura intenta destruir la curiosidad humana, pero en los rebeldes, la alimenta
Margarita Robleda Moguel