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De Lavapiés, al Tren Maya

La estadística acaba por ser una herramienta formidable para la creación de un multiverso
Foto: Tren Maya

Un buen día, andando por el barrio de Lavapiés, en Madrid, me encontré frente a una escuela de idiomas cuyos administradores, por alguna razón, habían colocado una caja con libros frente a la puerta de entrada, con una leyenda que decía “coge los que quieras, son gratis”. Desde luego, me puse a hurgar en la caja, y salí de ahí con un libro que resultó bastante curioso: “El ambientalista escéptico: medir el estado real del mundo”, del profesor de estadística Bjorn Lomborg, de la facultad de ciencias políticas de la Universidad de Aarhus, en Dinamarca. No recomiendo particularmente su lectura a menos que, como decía Monsiváis, pretenda uno documentar el optimismo. Eso es lo que pretende el profesor Lomborg. Sostiene que el discurso de los ambientalistas, que insisten desde hace décadas en que enfrentamos una crisis ambiental creciente, que la emergencia climática se ha convertido en el tono global cotidiano, y que la biodiversidad, los ecosistemas y los servicios ambientales sufren una tendencia imparable de deterioro, no es más que una letanía que responde a motivos políticos e intereses financieros; y ofrece a cambio una lectura alentadora de un enorme cúmulo de datos que parecen demostrar a primera vista que el mundo nunca ha estado mejor.

Está de más decir que no comparto sus premisas ni sus conclusiones. No es que tenga otros datos, sino que la estadística acaba por ser una herramienta formidable para la creación de un multiverso: cada tratamiento de una colección de datos, y cada selección y puesta en orden de datos que permita una narrativa coherente, va creando realidades distintas. Estoy seguro de que esto resulta muy atractivo para los voceros y los intelectuales orgánicos de la 4T, lo que me lleva a saltar de la península ibérica a la de Yucatán.

La reciente inauguración de un tramo del Tren Maya ha reavivado la controversia generada por esta obra desde sus inicios, y ha reanimado la danza de descalificaciones, recriminaciones y desmentidos. Una vez más, la razón se pierde entre la estridencia, medias verdades, mentiras completas y visiones fragmentarias. Entre las contribuciones más potentes en defensa del tren figura la generada recientemente por Jorge Zepeda Patterson. Bien argumentada y serena, esta defensa centra la atención en la economía, partiendo de un par de premisas atractivas: los recursos erogados para la construcción de esta obra pública no se deben considerar como un gasto, sino como una inversión; y al tratarse de una inversión dirigida a favorecer la economía de los habitantes de una región del país, juzgarla en términos de costo versus beneficio resulta impertinente, ya que el subsidio, al menos al principio, es un impulso inevitable para el desarrollo. Desde mi punto de vista, Zepeda incurre en la misma falacia que Lomborg: la alegría optimista de la lectura econométrica, que parte además del supuesto de que el nuestro es un Estado comprometido con la generación de bienes públicos, nos invita a pasar por encima de todo cuestionamiento, y aplaudir únicamente la virtud indudable de un proyecto que se emprende con la intención de acelerar el desarrollo de una región históricamente deprimida.

En esta versión, los daños al medio ambiente se minimizan hasta hacerlos despreciables, o cuando menos se les considera como un precio a pagar si se aspira al “bien mayor”. Queda fuera de la discusión la pregunta por el desarrollo que desean las comunidades mayas y campesinos locales. Se asume que les toca incorporarse al modelo de desarrollo que se vislumbra desde los despachos de Palacio Nacional. Se elude la revisión del papel que han estado asumiendo las fuerzas armadas a lo largo de esta administración, cada vez más profundamente involucradas en la administración de la cosa pública, e incursionando con cada vez mayor franqueza en actividades antes reservadas a la sociedad civil, e incluso al sector privado.

En este sentido, el caso de los hoteles vinculados al Tren Maya resulta digno de revisión: las fuerzas armadas construyen seis grandes hoteles en sitios arqueológicos y áreas naturales protegidas, sin que medie ningún estudio serio en materia de impacto ambiental, y desde luego ningún dictamen por parte de la autoridad competente. Cuando las organizaciones ambientalistas han osado criticar uno de ellos, el de Calakmul, la respuesta en defensa de su construcción ha sido asombrosa: se ha dicho que no solamente no tendrá ningún impacto en el área, ya que se ubica en lo que fuera un campamento chiclero, e incluso ha ocasionado que se amplíe la Reserva de la Biosfera Calakmul, transformándola en la segunda área protegida más grande del continente, superada únicamente por el Amazonas. Nada se dice acerca de lo que un hotel implica desde el punto de vista de la infraestructura requerida para su operación, y para la dotación de servicios tan elementales como el agua (cosa que en Calakmul no es de ninguna manera trivial). La Reserva no va a incrementar su superficie decretada. Lo cierto es que, si se consideran en conjunto las áreas forestales de Chiapas, Campeche, Quintana Roo y el Petén guatemalteco, se alcanza una masa de cobertura forestal continua solamente superada por la selva amazónica, cosa que es muy diferente a lo dicho en una reciente mañanera.

 

No dejes pasar: La selva de Calakmul, el nuevo foco rojo del Tren Maya

 

El punto es que nadie con sensatez pretende oponerse a las bondades que implica impulsar mejores condiciones de vida para los habitantes del sur y sureste del país. El Tren Maya bien podría ser el motor de un proceso con esa intención. Pero la prisa política de presentar resultados veloces en un plazo sexenal, para garantizar la fuerza electoral del movimiento dominante, ha hecho que el tren se lleve por delante todo asomo de respeto a la normatividad ambiental, omita procesos efectivos de consulta, y evada toda responsabilidad ambiental con el fácil argumento de la seguridad nacional. Tren sí, pero así, no.

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Lee, del mismo autor: La propuesta del CeIBA A.C.

 

Edición: Ana Ordaz


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