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Un año más cerca del 2050

Nuevamente la especie humana pospuso su dependencia a los combustibles fósiles
Foto: Ap

Termina otro año, y comienzo por desear a todas, todos y todes un 2024 tan próspero como feliz. Aunque hace ya un rato largo que decidí hacer cada inicio de año el único propósito de no hacerme propósitos de año nuevo, lo que sí repaso son deseos, anhelos y esperanzas, para renovarlos, y dar sentido a la necesidad de construir el futuro cada día. Después de la vigésimo octava conferencia de las partes acerca del cambio climático, que nos deja con un tímido acuerdo para poner fin al empleo de combustibles fósiles, pone en el 2050 una nueva fecha fatal (antes lo fue el 2030, pero parecemos empeñados en ir retrasando los límites de tolerancia planetaria), y la sensación de que el mundo adopta a pie juntillas la consigna del estratega de Bill Clinton, James Carville; “¡Se trata de la economía, estúpido!”, quisiera invitar a revisitar la discusión acerca del camino a seguir para contribuir a la mitigación de las causas del cambio climático global, y la adaptación as las condiciones que presentan los nuevos escenarios climáticos a las comunidades humanas. En esta búsqueda es que cifraré mis anhelos y esperanzas.

Parece que la tendencia dominante, ahora que llevan la voz cantante las grandes naciones industrializadas, los productores de carbón y petróleo, y los grandes consorcios empresariales, consiste en aventarle a la emergencia climática más tecnología, y cuanto más compleja y novedosa mejor. Van quedado relegadas, como un simpático resquicio que hay que conceder a los utopistas y románticos herederos de los hippies y demás colectivos enternecedores, las soluciones basadas en la naturaleza. No quisiera dar la impresión de que soy una especie de nuevo Luddita, como aquéllos que opusieron una resistencia, comprensible pero destinada al fracaso, al impulso avasallador de la revolución industrial en el siglo XIX. La innovación tecnológica tiene un lugar fundamental y un valor incuestionable en nuestras vidas.

Pero añadir respuestas tecnológicas no puede ser el remedio total. Por ejemplo, no hay más que ver la controversia alrededor de los autos eléctricos y los impactos ambientales que genera su producción, especialmente en el caso de la extracción de litio para la fabricación de baterías; y los problemas generados por su eventual disposición final. El transporte eléctrico bien puede ser un recurso fundamental para la puesta en marcha de una economía descarbonizada, pero no se le puede entender si incluye la generación de un mercado que favorece el transporte individualizado, o familiar en el mejor de los casos. La electrificación hará sentido si se concibe a la par de la creación de redes eficaces de transporte público, y la operación de incentivos poderosos para el uso de medios de transporte de tracción humana, además de la promoción de la movilidad pedestre.

Esto es solamente un atisbo de lo que trato de argumentar: toda aportación tecnológica generará algún impacto al ambiente, y pretender resolverlo sumando cada vez más propuestas tecnológicas no hará más que multiplicar los impactos, reduciendo la resiliencia de ecosistemas y especies, y haciendo cada vez más inaccesibles los servicios ambientales indispensables para pretender una vida que puede considerarse de calidad. Se hace pues necesario encontrar soluciones de mitigación y adaptación a la crisis climática basadas en los flujos y ciclos propios del funcionamiento natural de la biosfera, cosa que no significa necesariamente “volver a los orígenes”, o “regresar al pasado”, pero sí resulta difícil de ver como una propuesta viable en un mundo en el que la economía – y la política, desde luego – han dejado de lado, como una “externalidad” al medio ambiente.

En este orden de cosas, haríamos bien en reconsiderar la asignación de valor a bienes comunes, como los servicios ecosistémicos, la biodiversidad, el acervo genético en el territorio de los pueblos, o la biomasa concebida como reservorio y sumidero de carbono. En la medida en que reconozcamos que los arrecifes vivos valen más, porque aportan recursos bióticos, capturan carbono, y protegen nuestra infraestructura frente a fenómenos meteorológicos potencialmente catastróficos; cuando entendamos que dunas y manglares valen más en pie y en vida, como recursos que contribuyen a la seguridad alimentaria, a la mitigación de las emisiones de gases de efecto invernadero, y a la protección contra tormentas, tsunamis e inundaciones; y cuando seamos capaces de reconocer que las áreas cubiertas por vegetación silvestre, sean bosques, selvas o matorrales, tienen un hondo valor sin ser substituidas por monocultivos de carácter comercial, entonces estaremos mejor posicionados para diseñar y ejecutar políticas públicas congruentes con las exigencias que impone la lucha contra la emergencia climática.

Así, tendrá sentido establecer y operar con eficacia más y mejores áreas naturales protegidas, como herramientas para la adaptación a un nuevo escenario climático; hará sentido respaldar y financiar la diversificación de la producción de cultivares para la alimentación humana, en oposición al crecimiento del cultivo de organismos genéticamente modificados para apuntalar la producción de carne y otros derivados de la ganadería, o de monocultivos como la palma de aceite, concebidos para alimentar la gran industria de los agronegocios. También habrá que considerar la sensatez de colocar las decisiones en materia del uso de los bienes en propiedad común, en organismos sociales de alcance local, capaces de generar procesos de gobernanza aptos para la construcción de consensos.

No basta con optar por dejar de extraer petróleo, gas y carbón para generar energía. Se requiere reconsiderar – y recomponer – todo el entramado de la economía política dominante tanto en las sociedades que se reconocen capitalistas, como en aquéllas que se pretenden “socialistas” y no pasan de ser estatistas. Se trata, en una palabra, de reconsiderar la lucidez de proponernos una perspectiva utópica. Feliz año 2024.

 

Lea, del mismo autor: De Lavapiés, al Tren Maya

 

Edición: Fernando Sierra


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