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Ahí adentro no hay Navidad

Las dos caras del diván
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

Ahí adentro no hay Navidad —afirma María—. Todo es gris, metálico. El color del acero mata al mejor espíritu navideño. 

—¿Hace cuántos años que va a visitarlo?

—Ocho —se lamenta—. Este año será el primero al que no iré. 

El esposo de María está en la cárcel. La causa, desde luego, es injusta. Desde este sitio, nunca he hablado con alguien cuyo familiar esté en la cárcel por una razón válida: los sacaron una noche de la casa sin motivo alguno, les sembraron droga en el auto, los inculparon por un asesinato que cometió un amigo que ahora anda libre. La injusticia es el consuelo de los desafortunados. 

A María es un consuelo que le ha servido ocho años. 

—¿Por qué este año no irá?

Mi pregunta le incomoda. ¿Por qué mi constante indagar donde no debo? ¿Por qué mi insistencia en llegar a aquel sitio donde la otra persona no quiere ir, pero que, sin embargo, pide ser llevada?

He visto cómo las cárceles matan el espíritu. No sólo los navideños. Un día te llega la orden del juez. Preséntese a declarar. La frase no deja espacio para decir no, para un ejercicio de la voluntad. La cita es a las diez de la mañana. Preséntese treinta minutos antes. Intentas convencerte: tu declaración ayudará a alguien. Testificarás para que alguien a quien en algún momento atendiste pueda encontrar justicia. También la justicia es un consuelo para los desafortunados. 

María toma aire.

—Hace unos meses conocí a un hombre —sus ojos se llenan de angustia, como si temieran un reproche—. Me invitó a pasar Nochebuena con él. Su familia vive en Valle.

—¿Y bien?

—Le dije que me esperara. Que le respondería hoy. Después de mi cita con usted. 

—¿Y qué le gustaría hacer?

—Quiero ir —afirma—. De verdad quiero pasar una navidad fuera de ese reclusorio. 

El reproche no llega. Aun así, María llora. A veces los reproches vienen desde adentro. 

Llegué media hora antes. A las 3 de la tarde aún no he declarado. La espera es aburrida y tengo hambre. Comienzo a impacientarme. Frente a mí, las salas de juicio son enormes peceras desde donde escucho infinitas formas de ruptura: la disolución de una familia, la separación de unos amantes, el traspaso de un tabú. Todas las construcciones que uno se ha formado son puestas en tela de juicio, y es inevitable cuestionarse si acaso lo que hacemos no es un esfuerzo inútil por mantener una ficción llamada a veces cordura, a veces normalidad. 

—¿Usted qué piensa? ¿Estoy mal por no querer ir a verlo? ¿Por querer irme a Valle?

En las preguntas de María está implícito el deseo, la culpa, su búsqueda de absolución. 

—Me siento terriblemente mal —continúa—. Me ha llamado toda la semana. No he podido responderle. No sé cómo decirle: ya no quiero estar ahí, ya no quiero estar contigo. 

Pasadas las seis de la tarde la fiscal se me acerca. Su andar desencantado concuerda con su rostro, que dice las cosas sin pena ni gloria: “No será hoy”. Por pura curiosidad, pregunto el motivo. No se presentó una de las partes. Es necesaria la presencia de la parte acusada y la parte acusadora. Las cosas no avanzan si no están las dos. Pero esté usted pendiente, me advierte. Se le volverá a requerir. 

—¿Sabe? —dice María—. Los primeros años fui porque aún lo amaba. Después el amor se convirtió en culpa por dejarlo. Sentía que, de no ir a visitarlo, me volvería una más de las personas que lo juzgó, que no creyó en él.

—Ocho años —le recuerdo—. ¿Aún cree en él?

A la salida de los juzgados me entregan mi identificación. Apuro mis pasos para largarme de ahí. El día se me ha ido sentado en una banca metálica, cuyo acero frío aún entorpece mis muslos.

No es la primera vez que espero en vano. Tampoco será la última. Pienso en los motivos de aguardar: una declaración, la reunión de ambas partes, una ida a Valle; que una mujer, ahí afuera, responda a una llamada telefónica. ¿Cuánto tiempo dura una espera? De diez de la mañana a seis de la tarde. Ocho años. No importa. Quizá es más relevante que el tiempo le da esperanza a los desafortunados, sosiego a los que temen un reproche. Aunque una de las partes, desde hace muchos años, ya no esté ahí. 

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Lea, de la misma columna: No vino su médico


 Edición: Estefanía Cardeña


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