“Decretamos 20 nuevas Áreas Naturales Protegidas,
sumando 43 en lo que va de nuestra administración
y 225 en total en todo el país,
una labor en favor de las generaciones presentes y futuras.
Lo logramos, ¡el presidente @lopezobrador
es el que más ANP ha decretado en la historia de México!"
Luisa María Albores
Hace algún tiempo habría aplaudido sin cortapisas cualquier esfuerzo por establecer nuevas áreas naturales protegidas en nuestro país. Hoy tengo mis dudas. No se trata de las dudas de quienes atribuyen a las áreas protegidas una intención aviesa de despojar a los pobladores originarios del dominio sobre su territorio, para poner en manos de la industria turística los ecosistemas más atractivos o espectaculares de la geografía nacional. Tampoco se trata de las dudas externadas por algunos antiguos colaboradores de lo que fuera el Plan Piloto Forestal en Quintana Roo, o de otros combativos defensores de los derechos de pueblos indígenas y comunidades locales que, desde una ideología que podría calificarse de populismo agrarista, ven en los esfuerzos de conservación de la biodiversidad una intención del Estado por controlar las actividades de apropiación del paisaje de los dueños legítimos de la tierra, o bien una estrategia un tanto torpe de académicos y organizaciones ambientalistas por asegurarse fuentes de financiamiento. Quienes apoyan estas posturas, me parece, quisieran ver desaparecer los modelos convencionales de áreas protegidas, en todas sus categorías, sin que dejen del todo claro con qué serían substituidas.
A mi juicio, la diversidad ecosistémica y social de nuestro país ofrece espacios y circunstancias apropiadas para el establecimiento de áreas naturales protegidas, ya sea que se trate de reservas de la biosfera, parques, refugios, santuarios, áreas de protección de flora y fauna, unidades de manejo para la conservación y aprovechamiento de la vida silvestre, o cualquier otra de las categorías contempladas en la legislación nacional y en los diversos ordenamientos estatales y municipales que las contemplan. Responden en su origen a una intención honesta, seria y comprometida por encontrar esquemas que permitan la conservación de una muestra relevante de los ecosistemas nacionales, la biodiversidad que alojan y los servicios ambientales que aportan a la humanidad, y afortunadamente México cuenta hoy con un marco jurídico apropiado para garantizar que las áreas seleccionadas sean en efecto destinadas al cumplimiento de estos objetivos.
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Pero ¿tiene sentido decretar áreas protegidas a mansalva, pretendiendo, como dice la Licenciada Albores, que es un logro establecer más áreas que las que crearon administraciones anteriores? Me parece que no necesariamente. El decreto que aparece en el Diario Oficial de la Federación el pasado lunes suma 20 nuevas áreas protegidas, que se suman a las 24 que ya antes había decretado la actual administración. Con éstas, se alcanza ya un total de 225 áreas naturales protegidas sujetas a jurisdicción federal en el país. Lo que ensombrece esta noticia es el hecho de que mientras crece la cantidad de hectáreas destinadas a la conservación, los recursos destinados a su operación disminuyen. Es cierto que se dice que se van a publicar más programas de manejo que nunca. Habrá que conocerlos, y habrá que ver si en los próximos presupuestos de egresos que autorice el congreso se incluyen los recursos suficientes, en las partidas apropiadas para ejecutarlos. Me temo que la tendencia es asignar cada vez menos recursos a la operación de acciones de conservación, manejo y restauración, destinándolos alegremente al subsidio de actividades productivas de dudosa sustentabilidad, en el ánimo de reclutar el respaldo de los propietarios de tierras vinculadas a las áreas protegidas.
Es cierto que en México, donde no hay precisamente lo que los vecinos del norte llaman “wilderness”, o tierras silvestres, sino que prácticamente toda la tierra está sujeta a un régimen de propiedad (privada, social, o nacional), y donde la mayoría de las áreas protegidas los son sin que se modifique ese régimen de propiedad – es decir, que los decretos no son expropiatorios – la conservación tiene que llevarse a cabo, sí o sí, con la participación voluntariamente aquiescente, y adecuadamente informada de los dueños del territorio protegido. Sin embargo, esto no significa renunciar al objetivo que da razón de ser a la creación de las áreas, y esto incluye la realización de acciones de conservación propiamente dichas, con el respaldo técnico, el equipamiento, y la capacidad de vigilancia que demanda la adecuada salvaguarda de la biodiversidad que habita las áreas, la integridad de los ecosistemas que incluye, y la permanencia de los servicios ambientales que pueden aportar a la sociedad en general.
En el ánimo de evitar que el entusiasmo de crear cada vez más áreas protegidas no resulte en una fiesta efímera de establecimiento de “parques de papel”, habría que emprender una seria evaluación del estado en que se encuentran las áreas que hoy existen, y del estado que guardan las instituciones a las que se ha encomendado su operación, para determinar el curso que deben tomar en adelante los esfuerzos nacionales de conservación del patrimonio natural. Huelga decir que en esta evaluación tendrían que participar las comunidades y organizaciones propietarias de la tierra, los centros generadores de saber (universidades e institutos de investigación), y las organizaciones conservacionistas de la sociedad civil, con toda su capacidad crítica, y que sus voces deberían ser atendidas y acatadas, tanto por la autoridad responsable, como para los congresistas encargados de emitir los presupuestos del gasto gubernamental. De otra manera, continuará el divorcio entre el discurso optimista y triunfal, y la precariedad real de las áreas protegidas mexicanas.
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