Los discursos electorales buscan receptores específicos a partir de estrategias que consideran adecuadas para llegar a aquellos sectores en los que pudieran ejercer influencia. Claramente, Xóchitl Gálvez y su equipo han considerado razonablemente que su objetivo es la llamada clase media aspiracionista, cuyos parámetros de existencia están determinados por la “cultura del esfuerzo”, misma que propone que el trabajo compulsivo (anclado en valores como la voluntad, la perseverancia y la capacidad de resiliencia) es el mejor camino para conquistar el bienestar.
Aunque el planteamiento parece razonable pues no se debe desdeñar el esfuerzo honesto, tendríamos que considerar el asunto en un ámbito en el que confundimos el bienestar con la capacidad de consumo y el individualismo con el ejercicio legítimo de la individualidad.
Algunos críticos de la cultura del esfuerzo nos alertan sobre los fines espurios que pueden esconderse bajo la misma: nadie en su sano juicio podría desdeñar lo valioso que hay detrás del acto de esforzarse, mas hay esfuerzos estériles que devienen de nuestra confusión (pienso, por ejemplo, en el alumno que hace un gran esfuerzo para entregar un trabajo final pero nunca se preocupó por aprender fundamentos de lógica que le permitan pensar con orden ni sabe redactar para exponer coherentemente sus ideas), así como también hay esfuerzos alentados por un egoísmo a veces mal disimulado.
El esfuerzo debe ayudarnos a desarrollar nuestras capacidades individuales, debe ser un factor que nos permita estar sanos física y mentalmente, debe servir para hacernos mejores en todos sentidos: más solidarios, menos egoístas, más inteligentes, menos insensibles ante el dolor humano, más sabios, menos soberbios, más generosos y menos mezquinos, algo que en una sociedad que nos educa para ser competentes en todos los sentidos posibles pudiera tener poca probabilidad de darse.
La promoción del individualismo que se ejerce desde la perspectiva de la cultura del esfuerzo tal y como se nos propone, oculta el hecho de que las desigualdades sociales no son otra cosa que el producto de la manera en que se ha estructurado funcionalmente una sociedad y, por tanto, no tienen solución mediante la suma de esfuerzos individuales. La tesis de que la pobreza tiene su origen en la holgazanería de los individuos no puede sostenerse desde ninguna perspectiva económica ni sociológica seria y rigurosa.
Asimismo, este discurso oculta una especie de ardid semántico en que se confunde la individualidad (que supone un ejercicio legítimo de autonomía y de autenticidad) con el individualismo (que ampara espuriamente el derecho de algunos para pasar encima de los demás). Desde el individualismo, el mundo se convierte en una guerra de todos contra todos, mas, desde la individualidad, se vuelve factible fertilizar la solidaridad y el amor al prójimo.
De las dos caras de la cultura del esfuerzo, sólo una es noble, legítima y esperanzadora. ¿Cuál nos propone la señora X?
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Edición: Fernando Sierra
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