Entre las principales promesas que atrajeron el voto a favor de Andrés Manuel López Obrador en 2018 se encontraba el cambio de estrategia para enfrentar la violencia generada por el crimen organizado. Desde el “michoacanazo” lanzado por Felipe Calderón como una guerra al narcotráfico, el problema no hizo más que crecer tanto en ese sexenio como en el de Enrique Peña Nieto.
Sí, la violencia causada por el crimen organizado fue un problema heredado y responsabilidad de la administración de López Obrador a partir del 1 de diciembre de 2018. El cambio fue sintetizado en la frase “abrazos, no balazos”, y la oposición ha construido un discurso según el cual ésta es toda la estrategia que existe en materia de seguridad, llegando a insinuar que esta administración ha renunciado a emplear legítimamente la fuerza en lo que respecta al combate a la delincuencia.
Muy por el contrario, el aparato estatal para enfrentar al crimen organizado es hoy mucho más complejo y especializado que en 2018. Por principio, establecer un cuerpo de Guardia Nacional implicó desaparecer y sanear la antigua Policía Federal Preventiva (PFP), aparte que la nueva corporación ofrece sueldos y prestaciones que resultan mucho más atractivos que los que se tenían en la administración anterior. Por otro lado, conformar la Guardia también significó romper los vínculos entre los mandos de la PFP y los cárteles.
Este lunes, López Obrador, en su conferencia matutina, advirtió que ya no le alcanzará el tiempo para resolver la crisis de violencia que heredó. Ha sido un lunes difícil, considerando que también admitió el hackeo al Sistema de Acreditaciones de Presidencia; es decir, su propia oficina fue vulnerada en un ataque informático.
En tanto, debe admitirse también que hacer realidad la atención a las causas de la violencia más que la aplicación de medidas coercitivas, brindando a los jóvenes acceso a educación, salud, oportunidades, así como garantizar el derecho al trabajo bien remunerado entre la población, ha sido mucho más difícil de lo que se planteó originalmente; en parte porque el presupuesto tiene límites y, por otro lado, la economía informal sigue absorbiendo en gran medida a la población económicamente activa. Es decir, la dinámica económica del país mantiene el diseño para crecer mínimamente cuando se trata de crear empleo formal.
Van más de 166 mil homicidios dolosos en lo que va de la presente administración federal. De nueva cuenta, tendremos un sexenio marcado por la violencia. El Presidente ha señalado que esta cifra no significa un crecimiento en términos porcentuales, pero esta afirmación implica el manejo de comparativos que a la población que padece la violencia no le sirven de consuelo, como tampoco saber que la causa de estos crímenes sea el consumo de fentanilo en Estados Unidos. Nada de eso revivirá a las víctimas.
Ahora bien, los números tampoco quieren decir que garantizar oportunidades a los jóvenes y empleos formales y bien remunerados sea un factor que deba considerarse fuera de la ecuación. Al contrario, toda sociedad tiene el derecho a alcanzar un entorno pacífico y de plenitud de oportunidades.
Lo cierto es que para llegar a los números de 2012, el camino aún es largo y el tiempo de diseñar estrategias se acabó hace mucho. Debe reconocerse que el enemigo es mucho más grande de lo que la generalidad de la población alcanza a entender y que la pandemia de Covid-19 operó también en contra, dada la contracción del mercado laboral que produjo el confinamiento y de la cual todavía no nos recuperamos. La solución a la violencia pasa entonces por el funcionamiento correcto de varias estructuras y no solamente por los cuerpos de seguridad o el ejercicio de la fuerza.
Pero tocará a la siguiente administración hacer los ajustes necesarios para alcanzar la meta de seguridad plena y contención del crimen organizado, un área en la cual la batalla por la percepción se sigue librando.
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