En no pocas ocasiones, la historia da cuenta de que las campañas de moralización, especialmente las que se empeñan en acabar con un vicio en específico, tienen más un espíritu de ataque a grupos que se encuentran en una determinada situación de vulnerabilidad. La segunda mitad del siglo XX ofrece varios ejemplos, en los que el combate al consumo de drogas fue (¿?) sinónimo de redadas en barrios habitados por población pauperizada; también, cuando comenzaba a hablarse del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA), una de las medidas adoptadas para supuestamente frenar los contagios fue cerrar puntos de reunión de personas homosexuales.
A principios del siglo pasado, otros intentos de prohibición fueron aparejados a una idea de mejoramiento de la sociedad. Sin embargo, si revisamos cómo fueron aplicados, podemos hallar que quienes sufrieron persecución por consumir un determinado producto fueron personas vulnerables.
Durante el gobierno del general Salvador Alvarado en Yucatán, de marzo de 1915 a finales de 1917, esta entidad fue declarada “estado seco”, es decir, no podía haber producción, venta y consumo de alcohol. Como hemos mencionado antes, la cerveza no era parte de las bebidas a combatir; incluso, la Cervecería Yucateca se anunciaba en prácticamente todas las revistas que se publicaban en la entidad, con patrocinio del gobierno del estado.
La medida continuó durante el gobierno de Carlos Castro Morales, aunque ya fue muy criticada por la prensa; muy especialmente el diario El Correo. Sin embargo, la argumentación del mayor bien social era bastante sólida: quienes sacaban mayor provecho del alcoholismo e incluso lo fomentaban eran los potentados de la época. Así, casi al grito de “primero los pobres”, el combate al consumo de bebidas embriagantes se concentraba en la denominada como “pixoy” [pronúnciese “pishoy”]. Esto era aguardiente de caña de fabricación prácticamente artesanal, pues se elaboraba cerca de los trapiches que existían en el sur del estado.
La ilustración que acompaña la columna de hoy es una síntesis de la justificación del combate al aguardiente barato. Apareció publicada en la revista Pica Pica, el 19 de abril de 1919, en lo que fue su segunda época, pues antes se había publicado entre octubre de 1915 y mayo de 1916.
La revista Pica Pica es poco conocida. Tal vez para la época resultaba costosa, pues se vendía en 30 centavos el ejemplar. El del 19 de abril de 1919 es el único que se conserva en los repositorios de Yucatán, y corresponde a su cuarta entrega. Lamentablemente, ni su director, “Pepe Castanedo”, trascendió en el periodismo, y tampoco dejó testimonio de quiénes colaboraban en el semanario. La excepción está en las ilustraciones, pues un aviso indica que todas corresponden al taller de Julio Pacheco, que se encontraba en la calle 72 entre 59 y 61; es decir, en pleno barrio de Santiago.
Debe reconocerse que la calidad de la imagen es muy superior a las que aparecían en las revistas de la década anterior. La composición de la litografía (un método de grabado sobre piedra que pasa después a impresión) es para una lección de apreciación del arte, pues incluso remite a pinturas de escenas bíblicas. El texto que acompaña es completamente explicativo de la intención del artista:
“Este dibujo demuestra el modo ruin e infame con que el hacendado explotaba al indio; mientras con una mano recogía su sudor convertido en oro, con la otra le alargaba una botella de aguardiente para que continuase en su estado de embrutecimiento.”
Tanto la ilustración como el texto, recordamos, pretendían justificar la ley seca declarada por el gobierno de Castro Morales, por lo que continuaba señalando que había un nuevo estado de las cosas, en gran medida gracias a la Revolución Constitucionalista; es decir, al presidente Venustiano Carranza y el legado de Salvador Alvarado. Poco se podía anticipar desde Yucatán que un año después estallaría la Revolución de Agua Prieta y vendría un reacomodo en la clase política del país y el estado. Sin embargo, era momento de presumir que:
“Hoy debido a la redentora Revolución Constitucionalista, el indio trabaja y en vez de emborracharse, emplea su tiempo en las escuelas rurales, habiéndose ya dado cuenta que aunque humilde, es igual a cualquier otro hombre y, por tanto, tiene derecho a vivir gozando de todos los derechos y libertades de que gozan los hijos de una República absolutamente democrática como lo es la mexicana.”
La borrachera del trabajador de las haciendas no terminó en los años del Constitucionalismo. Al contrario, surgió la venta clandestina de ese mismo pixoy, y muchas fortunas surgieron de ese negocio, pero eso es noticia de otros tiempos.
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