Como disciplina científica, la arqueología es relativamente joven. Su profesionalización data de finales del siglo XIX y principios del XX. Previo a ello existió el coleccionismo de antigüedades, una afición de ricos nobles europeos y algunos potentados estadunidenses, quienes adquirían piezas sin muchos escrúpulos. Esto se reflejó en los gobiernos de la época y de ahí que hoy existan instituciones como el British Museum.
La profesionalización incipiente y los orígenes completamente colonialistas de la arqueología dieron lugar a que los primeros arqueólogos tuvieran la imagen de cazadores de tesoros, viajando por el mundo para excavar en sitios remotos y llevarse algunas piezas a los museos de su país de origen, o a quien pagara mejor. El arquetipo resultaría el personaje de Indiana Jones o Lara Croft.
Considerar las zonas arqueológicas como bienes de la nación no era precisamente la mayor de las prioridades en México en los años 1920. El país había pasado por una década convulsa desde el levantamiento de Francisco I. Madero en 1910. En 1917 se llegó al consenso para contar con una nueva Constitución Política, pero la paz fue efímera. Para 1923, la tarea más urgente seguía siendo la reconstrucción del país.
Pero la preocupación por los vestigios prehispánicos ya existía en México. Desde el Segundo Imperio, misiones de científicos se dedicaron a recopilar los saberes repartidos en todo el territorio y algunos de ellos se enfocaron en la arqueología. Para el Porfiriato, algunos personajes ya habían trabajado en la reconstrucción de ciudades como Teotihuacan y Xochicalco. Uno de estos fue Leopoldo Batres, central para la nota que recuperamos hoy.
En su edición del 5 de febrero de 1923, el diario El Popular publicaba como noticia principal que había una solicitud ante la Cámara de Diputados a fin de “prohibir las expediciones científicas a las ruinas yucatecas”, firmada precisamente por Leopoldo Batres. La carta, comenta el periódico, fue enviada a la Cámara y también a los principales diarios del país. El pionero de la arqueología mexicana se había basado en una noticia publicada en El Universal, que anunciaba los preparativos de una visita de “ricos capitalistas norteamericanos”.
Batres apuntó que eso significaba que “Atila está a las puertas de Yucatán, es decir, a las de nuestras riquezas históricas”. En efecto, la noticia había indicado “que nuestras portentosas ruinas de Uxmal y Chichén-Itzá van a ser objeto de grandes exploraciones (pretexto para saquearlas) de parte del filibusterismo de allende las fronteras”.
Cabe destacar que Leopoldo Batres ya era una persona mayor para la época. De hecho murió tres años después de haber enviado esta carta, a los 74 años. Eso sí, estaba enterado del quehacer de sus colegas, y del valor simbólico que se había dado en el mundo a “los codiciados monumentos que se hallan diseminados en la superficie del vasto territorio de la América Central”. Estos, según Batres, estaban conceptuados entre las maravillas del producto humano “superando en importancia a los asirios y babilónicos, siendo ésta razón del porqué el ojo extranjero lo señala como punto de mira del pirataje internacional”.
Para Batres, la destrucción de Chichén-Itzá y Uxmal, “no se debe a la injuria del tiempo, sino a las manos criminales dedicadas al saqueo de ellas”. En esos mismos edificios, continuaba, “se ven las huellas del paso de [Augustus] Leplongeón, quien no pudiendo demolerlos con el barretón, aplicó los explosivos dinamiteros, hasta casi destruirlos”.
¡Vaya una acusación! Batres había sido señalado de lo mismo en Teotihuacan, pero por lo visto señalarse mutuamente de “bomberos” era práctica común entre los arqueólogos de hace un siglo. Pero Batres podía seguir con las anomalías en que exploradores extranjeros habían incurrido en Yucatán; igualmente se refería a “un inglés llamado Alfredo Maudslay, de Londres, las desvastó [sic] hasta el grado de arrancarles los dinteles ricamente esculpidos y los tableros que formaban parte de los templos del caserío sagrado, llevándose este riquísimo botín por el territorio inglés de Belice en forma clandestina”.
Pero para 1923, el gobierno mexicano ya había creado una “oficina técnica encargada de conservar y proteger los monumentos prehispánicos”. El mal, seguía Batres, “es haber considerado siempre nuestros tesoros científicos como bienes mostrencos llevándoselos a retazos y destruyéndolos para lograr su expoliación”.
El riesgo para el presente, a los ojos del sabio, era que tanto Chichén Itzá como Uxmal se ubicaban en el perímetro de las fincas de campo de dos hombres: Augusto Peón “y el americano Mr. [Edward Herbert] Thompson”. De este último agrega: “quien por larguísimo tiempo explotó aquellas ruinas para llevarse a su país grandes cantidades de monumentos portátiles hasta que mi acción lo impidió”.
Batres concluía demandando que se legislara para “evitar que se cometan los horrendos males que están a punto de cometerse por los gambusinos de los museos y las sociedades americanas”, y añadía que debía adicionarse a la Ley de Monumentos un artículo “en que se prevenga que la facultad de explorar Monumentos Arqueológicos Nacionales sea exclusivamente reservada al Ejecutivo de la Unión y que en ningún caso se delegue en otra persona o corporación, ya sea nacional o extranjera”.
Faltaba mucho todavía, pero el Instituto Nacional de Antropología e Historia terminó por ser el brazo ejecutor de esta idea de Leopoldo Batres, pero eso es nota de otro tiempo.
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