Llevamos ya un rato en precampaña electoral y el bombardeo de comerciales de radio y televisión (en general bastante pobres de contenido) amenaza con intensificarse con el reciente inicio de las campañas. No obstante, con ellas también esperamos debates donde se puedan dirimir los proyectos de nación que están en juego. Uno de los instrumentos clave en esta época son las cifras.
En la guerra de encuestas y análisis, el arma más recurrida es la del “dato duro”, pues abunda en estos tiempos para defender de manera contundente desde una ventaja electoral hasta un resultado “inapelable” sobre el éxito o fracaso de un gobierno. Así, esperamos una lluvia de datos que serán usados con afán persuasivo para mostrar el buen o mal camino que llevamos, según cual y quien los usa.
Lo cierto es que en general asumimos que las cantidades usadas para medir indicadores económicos, sociales o políticos responden a datos factuales o hechos incontrovertibles. Los políticos y analistas suelen usar así el término “dato duro” para asegurar su veracidad, ya que se basan en mediciones concretas y objetivas de algún rubro. Por tanto, se trata de información mensurable y verificable que no depende de enfoques particulares o subjetivos. Pero ¿es así?
Los números siempre han tenido un lugar particular en la historia de pensamiento. Como ejemplo, en la tradición occidental, los pitagóricos pensaban los números como una relación abstracta que representaban la esencia del mundo, idea que influyó en Platón para quien estos son principios eternos que gobiernan la naturaleza cambiante. En general, las matemáticas suelen asociarse con el orden, la verdad y la razón por encima de lo sensible.
No obstante, la distinción común que tenemos hoy entre “datos duros” o cuantitativos y “datos blandos” o cualitativos, como equivalente a la distinción entre objetivo y subjetivo, es más reciente. Es justamente en la gestación de la ciencia moderna donde nace esta idea. Por un lado, Francis Bacon elabora una importante aportación al surgimiento del hecho moderno cuando habla de “unidades de experiencia separadas de la teoría”, con las que John Locke y David Hume estuvieron de acuerdo. Lo que estos pensadores compartían era la idea de que podemos encontrar determinados hechos del mundo que no dependen de las consideraciones teóricas que tengamos al respecto. Tanto Bacon como Galileo usarán como estrategia discursiva secularizadora la oposición entre “dos libros”: uno para la naturaleza y otro para la moral (la Bilblia). Lo que tenía como objetivo que las instituciones censuradoras de la iglesia se limitaran a este último. Pero para Galileo, a diferencia de Bacon, la naturaleza tiene un lenguaje específico, como dice su multicitada frase: “El libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático”. Si bien Galileo nunca pudo realizar su proyecto matematizador, Newton lo encarna en los Principia Mathematica.
Por otro lado, Mary Poovey, recorriendo textos e ideas desde la publicación del primer manual británico sobre la contabilidad de doble entrada en 1588 hasta la institucionalizacón de la estadística en la primera mitad del siglo XIX, muestra cómo las representaciones numéricas se convirtieran en el vehículo privilegiado para generar hechos. Por lo que esta configuración cultural también está unida al desarrollo del capitalismo, la economía y el desarrollo de las instituciones modernas.
En esta reunion de procesos culturales, grosso modo, el número se convertirá en la personificación misma del hecho moderno, en tanto se llega a ver como preinterpretativos o no interpretativos y, al mismo tiempo, la base del pensamiento científico. Así, los hechos encarnan su mejor prototipo en el vocabulario matematizado que se considera axiológicamente neutral y, por tanto, al margen de consideraciones sociales, históricas o culturales.
No obstante, como hemos reiterado en esta columna, los análisis contemporáneos de la ciencia han mostrado que las teoriás científicas tienen supuestos anclados a determinadas consideraciones axiológicas. Por lo que aún las mediciones precisas y puntuales están concebidas bajo ciertas hipótesis que expresan valoraciones sobre el mundo estudiado (muchas veces contenidas en las famosas metodologias). Por ejemplo, en los cálculos de los indicadores económicos encontramos conjeturas intrepretativas, culturales y/o ideológicas, políticas y éticas, sobre lo que esas cantidades significan. Ahí está el famoso ejemplo del PIB, que contabiliza las operaciones que tienen precio en el mercado, sin considerar si son buenas o malas, su calidad y mucho menos su distribución. Sin embargo, durante mucho tiempo se usó como indicador del bienestar.
Sintetizando, no es tan clara la distinción entre hechos y valores, porque los “datos duros” nunca son completamente neutrales. Vamos, que parece que en todos los lenguajes parece colarse “lo humano”, y ningun lenguaje parece ser absoluto o divino, como pensó Galileo. Mejor poner atención a lo que estos datos suponen cuando nos los quieren presentar como definitivos.
*Profesora de la Universidad de Guadalajara
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