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La incertidumbre me está matando

Las dos caras del diván
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

—La incertidumbre me está matando —El llanto a María parece dolerle como debe doler la muerte. O lo que le antecede. 

La incertidumbre que le angustia es no tener claro qué pasó con su hija. La única, de 30 años, no la veía desde hacía 10. La última vez que se vieron fue cuando María decidió irse con su nueva pareja. Discutieron, se arañaron, los insultos fueron de ida y vuelta. Nunca más volvieron a verse. No hubo más que un par de palabras, unos mensajes en Navidad, en los cumpleaños. Por orgullo, vergüenza, culpa. La joven se quedó con su padre, que murió hace unos años, y María formó una nueva familia. Ahora acaba de enterrarla. Cuando le volvió a mirar el rostro para identificarla, no la reconoció, aunque dijo sí, es ella.

¿Murió o la mataron?, se pregunta María. Los forenses dicen que la encontraron empastillada, con mucho alcohol en la sangre, cortada de los antebrazos y muslos, ahogada en la tina de un baño. 

—La mataron —sentencia María. 

Le pido que me explique. Con lo dicho por los forenses, un par de dudas me giran por la cabeza. 

—Ella nunca había intentado matarse. No era algo que mi hija hubiera hecho. 

Más dudas giran en mi mente. Las dudas siempre ayudan a entender: mi cabeza se asemeja a la de María, repletas ambas de incertidumbre, intentan acomodar las cosas, los hechos, los recuerdos de lo que la joven pudo haber dicho hace más de diez años. 

En Repudiados, un cuento de Osamu Dazai, el escritor japonés narra la historia de Kashichi y su novia, Kazue. Los dos personajes se nos presentan cuando, tras empeñar sus pertenencias, van al cine, a cenar, organizan una excursión a un balneario. Salen a caminar entre las montañas y la nieve. Entonces Dazai nos lo revela: estaban escogiendo un lugar para matarse. Un suicidio en pareja. Kashichi se pregunta qué hacer con una enfermedad que nadie ve: “¿Qué hago con todo lo que ocurrió aquella vez en la que todos me trataron como a un loco? [...]  Con esta irónica enfermedad que nadie considera algo serio”. Osamu Dazai sabía algo sobre esa enfermedad que poca gente sabe ver.

—En cambio, el infeliz de su novio sí que era capaz de matarla. Me lo dijo la roomie de mi hija. Cuando discutían se gritaban de todo. Insultos, amenazas, invitaciones: mátate, a ver si de verdad tienes el coraje de hacerlo. 

Kashichi estaba cansado de vivir. A pesar de querer a Kazue, tampoco la tolera. Ella, por su padre, parece harta de él. “He intentado esforzarme al máximo para llevar una vida normal —piensa Kashichi—. He vivido con la máxima precaución, como si me hubiese estado agarrando a un clavo ardiendo, siempre con miedo a que se soltase al menor gesto”. Se preocupa porque la gente, incluida Kazue, no entiende el dolor tan profundo que en realidad siente. Por eso deciden subir al monte, tomar pastillas, combinarlas con alcohol, acomodarse un cinto al cuello para que, cuando se durmieran, el cinto les asegurara dejar de respirar. 

¿Qué dolor sufría la hija de María? ¿Era similar al de Kashichi, al de Kazue? ¿Era por estar con su novio, por no estar con él? ¿Por algún recuerdo de sus padres ausentes?

—Ya me estoy moviendo —se tranquiliza María—. Abogados, dinero, diligencias, mordidas, lo que sea. El maldito tiene que pagar por haber matado a mi niña. 

Mido mis palabras. La dureza de una verdad no respeta distancias.

—¿Y qué ha pensado sobre la otra posibilidad?

—¡No! ¡Tienen que haberla matado! —grita, suplicante—. Porque si no la mató ese infeliz, entonces se suicidó. Y en ese caso es porque yo no estuve ahí para salvarla. Porque decidí irme, abandonarla. ¿Entiende la diferencia?

Kashichi sólo es capaz de separarse de Kazue cuando su intento suicida doble fracasa. “En esta vida, a veces hay que sacrificar el amor”, sentencia Dazai. 

El escritor japonés intentó matarse cinco veces. Dos intentos fueron suicidios dobles. En uno de ellos se arrojó al mar con Tanabe, su amante en turno. Él sobrevivió, ella no. Osamu Dazai no dejó de pensar en el suicidio hasta que lo consumó, enfermo, alcohólico, deprimido, a los 39 años de edad. Hay otras personas que no quieren pensar en él. Prefieren pensar en otras posibilidades, más terribles y, al mismo tiempo, menos angustiantes. Y se aferran a esa idea como la hoja seca se aferra temblando al árbol para no caer. 

Alonso Marín Ramírez, escritor, sicoanalista y siquiatra de adultos y niños.

[email protected]

 

Lea, del mismo autor: Traje todos mis poemas


 

Edición: Estefanía Cardeña


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