—Traje todos mis poemas —me deja saber María.
Mi rostro de extrañeza es una solicitud de aclaración.
—Todos los que escribí el año pasado. Antes me daba pena leerlos. Hoy quiero compartírselos.
María tiene 14 años. Viene aquí cada semana desde los 12. El motivo: autolesiones. Ante una frustración el remedio era cortarse los antebrazos.
—Se siente bien —explicó aquella vez, hace dos años—. Me calma mucho. Es mejor sentir el dolor físico que el emocional.
Ahora dice algo similar cuando saca una caja, y de ella va tomando hojas de diferentes tipos, de diferentes colores. A pesar de su edad, tiene la costumbre de escribir sus poemas en hojas físicas, no en la computadora.
—Descubrí que se siente bien escribirlos a mano. Es más íntimo —aclara, con una sonrisa en su rostro.
Desdobla una de las hojas, se aclara la garganta, se acomoda el cabello hacia su espalda, se yergue, digna y seria ante la mayúscula ocasión.
—Este se lo escribí a Diego —dice. Y recita:
Una vez te amé,
y cambiaste mi vida.
Te di todo de mi,
y lo hiciste pedazos.
Ahora quisiera saber
¿alguna vez me amaste?
O fueron tus palabras sonidos vacíos,
para hacerme sentir en el cielo
y después en el infierno.
Ya no me importas,
pero quisiera saber
¿alguna vez me amaste?
para saber si el amor en verdad duele
o si es sólo un accidente
del cual debemos aprender a salir.
En una ocasión un maestro dijo que la poesía es el género más escrito pero menos leído. Entonces me llega un recuerdo súbito: María me recuerda a mí. A los 14 años, para sortear los baches de múltiples desamores, tomé una libreta azul y me puse a escribir poemas. ¿Cómo se vuelve una forma particularmente accesible en la adolescencia? Intuyo que es porque el adolescente aún no se ha puesto todas las barreras, no ha erigido un muro alrededor de sí mismo. Así la poesía, o donde las palabras fluyen con mayor libertad, puede tener sitio. Después las barreras son necesarias. Vienen, quizá, con aquello que llamamos identidad, y que nos conforma al mismo tiempo que nos limita. En mi caso, la situación fue afortunada para la poesía. La cambié por cuentos, en un intento de indagar en otros personajes, en otros conflictos, en otras humanidades que me recuerdan —a veces un poco, a veces un poco más— a la mía.
—Este otro se lo escribí a Marcelo —dice María—. ¿Sí se acuerda de Marcelo, verdad? Ay no —se carcajea—. El maldito casi me manda al siquiátrico.
¿En qué momento se cambian los cortes en los antebrazos por escribir poemas? ¿Cómo sucede la transformación del dolor en palabras? ¿O, como dice María, del dolor emocional al físico, para después pasar a la emoción de un poema adolescente?
Mi papel, adivino, ha sido mínimo: ser el oído que escucha, el vaso que contiene, la tela que absorbe las lágrimas, el recolector que —como una vez ella me dijo— tiene que ver qué hacer con su basura.
Concluyo: María ha estado haciendo, por sí sola, un trabajo paralelo al mío, fuera de mi alcance y de toda mi comprensión, y que solo hasta hoy decide compartirme. Y su trabajo ha sido mayor que el mío, porque ahora me ha enseñado, una vez más, algo que por momentos insisto en olvidar. Y es que la literatura no está para acercarse a la vida, ni para representarla fútilmente. Si no para hacerle frente a la realidad y a todos los accidentes de los cuales debemos aprender a salir.
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