—Tengo depresión —anuncia María.
Me pregunto si la depresión es algo que se tiene. Como se tiene una casa, un auto, un lunar, un hijo. O si la depresión es algo que se vive. Como se vive una pérdida, un triunfo, un mal día.
—Me la diagnosticaron hace dos meses.
¿Hay algo que diga menos de una persona que un diagnóstico? Se blande la etiqueta frente al taxónomo, como un medio de presentación que adelanta: tengo esto y usted, que se adhiere a esta clasificación, debe de poder entenderme a través de ella.
Borges cuenta que según cierta enciclopedia china, los animales se dividen en “(a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, [...], (l) etcétera”. El etcétera también es un saco donde se amontona aquello que no podemos clasificar.
—Cuénteme —le pido— ¿Qué le ha tenido deprimida?
—Cáncer de páncreas.
¿Hay algo que nos aleje más de una persona que un diagnóstico? Y al mismo tiempo, ¿no es el origen de una certeza, de un pronóstico, de una muerte casi segura?
El cáncer de páncreas le llegó a María en el momento más desafortunado. Unos meses antes, a su esposo lo habían “levantado” y, pese a pagar el cuantioso rescate, lo único que obtuvo fue el cese de las llamadas, de las exigencias, de las amenazas al otro lado de la línea. El lugar de su esposo en la cama comenzó a ocuparlo la incertidumbre.
No era la primera vez que la duda la abrumaba. Años antes, su hijo adolescente optó por quitarse la vida. Un remolino de dudas comenzó a girar en la cabeza de María, para nunca parar. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué no avisó? ¿Qué señales había mandado y ella no recibió? Aquello le despertó un recuerdo terrible. Ella igual había pensado en el suicidio cuando de niña la obligaron a hacer cosas que no quería. Ahora el cáncer se le presenta como la culminación de un camino de terribles infortunios, de inútiles cuestionamientos y reclamos: “¿por qué todo a mí?”
¿Cuánto se acerca la palabra “depresión” a una muerte a la vuelta de la esquina, a la tortura de un secuestro, a la pena de un hijo suicida, al recuerdo de una voluntad violada?
Hace muchos años llevé un cuento a trabajar con el escritor Carlos Martín Briceño. Un cuento breve, dos cuartillas: un hombre tiene a su mujer pariendo. Son pobres, viven en un pueblo. Sale del trabajo en auto prestado y, a toda velocidad, atropella a un ciclista. No se detiene a auxiliarlo; es más importante su mujer que intenta expulsar a un niño que viene de nalgas. Llega a su casa. La partera, empapada en sudor, acaricia el rostro pálido de la mujer que hace rato se cansó de pujar. El niño está en un espacio extraño: adentro y afuera, vivo y muerto. Pero ya viene el médico, tranquiliza la partera. Sólo que viene en bicicleta.
—Este cuento está bien escrito —aseguró Carlos Martín Briceño—. Pero es demasiado drama, demasiadas coincidencias. A este hombre solo falta que le orine un perro.
Tiempo después Eusebio Ruvalcaba me dijo algo similar. Sólo entonces dejé ese cuento en paz. Los maestros tienen la razón.
Ahora me pregunto, mientras escucho a María, si acaso el drama puede en algún momento ser demasiado, si las coincidencias piden permiso. Sobre el papel de la literatura, y el de la ficción que intenta, infructuosamente, acercarse a la vida. Y si es cierto que su función —si es que tiene una— es representar una realidad pero con menos drama, una realidad atenuada, para que sea soportable, llevadera, verosímil. Para que se pueda leer y sentir un conflicto humano. Pero sin que duela tanto.
No encuentro respuesta. Quizá es la razón por la que los taxónomos se ocultan detrás de las etiquetas. Sirven, así, como un medio de protección. Y también de alejamiento.
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