Solía ser un paraíso pero una lluvia de ojivas lo transformó en un páramo; el planeta Salusa Secundus se tornó así en una prisión y en el campo de entrenamiento de los sardaukars: la fábrica de muerte del emperador.
Los sardaukars son la guardia pretoriana del universo recreado en Dune, la gran novela de Frank Herbert. Son más leones que hombres; la coraza y el corazón del imperio, el miedo mitológico, el último reducto, como rezan, guturales, los atalayas de su mundo.
Son despiadados e, irónicamente, piadosos: matan y viven por el emperador. El auge y la decadencia de estos jenízaros son fundamentales para la historia. Es Goliat burlándose de ese alfeñique con una honda.
A los sardaukars se les describe como “fuertes, duros y feroces, convencidos de su propia superioridad y embebidos de una mística de secta secreta guerrera... son tan mortíferos que unos pocos marcan la diferencia en cualquier batalla”.
A pesar de ”su terrorífica fama y la arrogancia y el desdén que irradian en directa relación con sus rangos es indudable que en Dune los sardaukars van a la baja”, que ”ya no son lo que eran, vamos”.
El autor asegura que “su fuerza se vio gradualmente degradada por una excesiva confianza en sí mismos, y el misticismo que sostenía su religión guerrera se vio marcado profundamente por el cinismo”.
Cuando el fin de semana Gerardo Fernández Noroña, vocero de la campaña de Morena, pidió regalarle Yucatán a Andrés Manuel López Obrador no pude dejar de pensar en la decadencia de los sardaukars.
Para estos galácticos Waffen-SS, el universo gira en torno al emperador; esa sumisión, al final, es el interruptor para la caída de la casa del tirano y de sus espartanos.
Fernández Noroña y los sardaukars morenistas le han arrebatado al presidente, a lengüetazos, su cercanía con la gente y su capacidad de implementar políticas eficaces y realistas.
Con un océano de elogios han ahogado su sentido común, con un aguacero de aplausos han dilapidado su empatía; lo han encerrado en una burbuja en la que sólo resuena el eco de sus alabanzas.
En su sueño sectario, ya no hacen campaña para ganar una elección sino para imponer una dinastía con peligrosas características monárquicas; el ofrecer como tributo un territorio y a todos los que ahí habitan es sólo un síntoma de esa enfermedad.
Los barones de la cuatroté como Fernández Noroña están erigiendo un sistema político que orbita a una sola persona, un líder al que, en esta lógica, se le atribuyen poderes solares. El poder central en su expresión atómica.
La excesiva confianza y el cinismo que infectaron a los sardaukars en la ficción son los mismos que ahora padecen los templarios del oficialismo. Yucatán nunca se ha ofrecido en ritual de sacrificio; preferimos vernos como predadores, no como presas. Yucatán no es regalo, mucho menos botín.
La liturgia que se intenta imponer reduce a Yucatán a simple colonia, a limitado territorio de un gobierno que intenta tutelar a los yucatecos como si fuéramos incapaces. Las decisiones se toman allá, ya que a los de aquí se nos considera estúpidos.
Esa limitada visión, precisamente, provoca que mariposas revoloteen en nuestras tripas cuando vemos ondear la bandera yucateca. No es una cuestión de xenofobia, como se intentan convencer los cortesanos de clóset; es una cuestión de amor propio.
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