Efjan
“LO QUE NO SE NOMBRA NO EXISTE”... hasta ahora me había parecido un fraseo poderoso y necesario, sobre todo en los contextos de lucha feminista en la que se usa.
Nombrar, sin duda, es un acto político que nos permite salir de la oscuridad, enunciar lo que ha sido negado y prohibido. Es una herramienta de reivindicación, inclusión, reconocimiento y validación. Sin embargo, quiero compartir porqué he decidido dejar de usar esta frase, siempre como una invitación a la reflexión y no como propuesta de posturas rígidas, ni únicas, ni “más verdaderas” que otras.
No se trata de cuestionar que nombrar sea importante y que el lenguaje constituye formas de ver y habitar el mundo. Lo que me interesa aquí es preguntarnos cuáles son los mecanismos de esta validación. Es decir, quién tiene que nombrar para validar, desde dónde; cómo y quién sostiene el poder de validación.
¿Quién puede dar legitimidad y a quién le es negada esta facultad? ¿No estaremos replicando lógicas verticales de poder, supeditando la realidad, la experiencia y la existencia misma a “unx otrx” a quien le otorgamos un poder que es aparentemente inalcanzable para nosotrxs? ¿No será esta otra forma hegemónica de las mecánicas de legitimación-deslegitimación? ¿Es motivo de invalidación no poder nombrar?
Este año nos hemos enterado del indignante caso del juez Juan Manuel Alejandro Martínez Vitela, quien absolvió al agresor sexual de una menor de 4 años alegando que la niña “jamás pudo mencionar el lugar, el día y la hora de los hechos”. Aunque ella no lo pueda nombrar, esta violencia existe, como lamentablemente sucede en un país en el que 5.4 millones de niñxs y adolescentes son víctimas de abuso sexual cada año (OCDE, 2023).
Pero si la legitimación no viene del señor con el poder para ello, ante los ojos del sistema corrupto y podrido el crimen no existe.
¿Quién tiene que nombrar y cómo tiene que nombrar? Los lugares de enunciación, como diría Yásnaya Aguilar, rompen con verdades fijas, absolutas y objetivas. Porque no hay tal cosa como la objetividad, somos sujetas, dice también Mikaelah Drullard.
Estos lugares nos invitan, más bien, a comprender que existen muchas formas para habitar un cuerpo, el mundo y usar el lenguaje. ¿Cuándo, cómo, por qué y para quién aplicamos la lógica de no nombrar es igual a no existir? Entonces, la lengua está viva y es cambiante, mutante, siempre en un tránsito. Y por lo tanto tantas cosas escapan al lenguaje humano para ser descritos; no hay, y tal vez nunca lo habrá, lenguaje para tantas cosas.
Es hermoso (y a veces terrible) quedarnos sin palabras. Cuántas veces hemos estado ante sensaciones, sucesos o emociones que no podemos enunciar y sin embargo están muy vivas en nuestra experiencia.
Pienso en las infancias que aún no tienen un lenguaje “adulto” pero que comunican perfectamente emociones, afectos y límites. Es evidente cuando unx niñx no quiere dar un beso, acercarse a alguien o, por el contrario, cuando quiere que alguien otrx esté cerquita para llenarle de cariños. Esa enunciación también existe y es tal vez de las más valiosas por su absoluta honestidad.
Traigo aquí también la vivencia de muchas personas que ahora nos habitamos desde una resistencia trans, no binaria, cuir u otras formas no sistémicas; nosotrxs ya existíamos antes de poder nombrarnos, antes de entender que se puede fugar de las categorías o de encontrarnos en una etiqueta. Tal vez incluso, ya no queremos más etiquetas - nombres.
No cuestiono que nombrar muchas veces es útil, político y necesario. Sólo que no creo que sea una condición para la existencia.
Sin enjuiciar a quien decida seguir usándolo, he decidido abandonar este fraseo. Como un movimiento hacia la complejidad de la indefinición, hacia lo mutante, lo innombrable y las cosas que existen en lo inexpresable; tal vez en defensa de lo escurridizo que encuentra su propia voz sin palabras. Porque ahí también hay resistencia.
Edición: Ana Ordaz
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