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Glisofato: la no solución

Hay mucho en juego ante el uso del herbicida: deben imperar los datos rigurosos
Foto: Reuters

Llevamos ya demasiados años discutiendo si debe persistir el uso del glifosato como un herbicida de amplio espectro, vinculado particularmente al cultivo de organismos genéticamente modificados, o transgénicos. La discusión ha rondado por los pasillos de centros de investigación, foros de organizaciones no gubernamentales, organizaciones de agricultores, oficinas de dependencias del poder ejecutivo, órganos del poder legislativo de diversas naciones – o de colectivos multinacionales, como la Unión Europea – y tribunales de diversa índole. Es poco menos que imposible pretender que una discusión como ésta se lleve a cabo en la serenidad de los pasillos de academia, o como una controversia exclusivamente técnica donde se confronten lo que unos y otros actores consideren la mejor ciencia disponible, y se adopte la posición que dicten las pruebas más convincentes y verosímiles. En un asunto que toca fibras tan fundamentales como la producción de alimentos, justicia social, salud y calidad de vida, o generación y distribución de la riqueza, es inevitable que los argumentos se tiñan de ideología, y la información tienda a deteriorarse al contaminarse de intereses diferentes y contradictorios.

Cuando empezaron las pugnas entre Monsanto y los pequeños productores locales, que por cierto ganaron algunos casos en las cortes, los argumentos parecían claros y más o menos directos: las semillas de los cultivos transgénicos contaminan los cultivares locales, el uso excesivo y entonces poco regulado de un poderoso herbicida dañaba otros cultivos, especies de flora silvestre diversas y polinizadores, por lo que se temía que los residuos de estos herbicidas pudieran ser responsables de severos daños a la salud humana. Monsanto, sus abogados, y una tropa de expertos que – financiados por el gigante de la industria química – orientaban sus indagatorias para concluir (de una manera por cierto poco científica, al tratar de encontrar evidencias que demostraran la validez de conclusiones previamente determinadas), generaron toneladas de información que pretendía demostrar más allá de toda duda razonable que sus agroquímicos, y sus organismos genéticamente modificados, eran absolutamente inocuos. Por otra parte, organizaciones ambientalistas e investigadores no vinculados con los intereses agroindustriales, reunieron también toneladas de información que parecía probar lo dañino que resulta tanto la utilización de herbicidas de amplio espectro, como la proliferación indiscriminada de cultivos transgénicos, daños que afectan tanto al medio ambiente y los servicios ambientales, como a la salud de las personas.

Si imperase la aplicación del principio precautorio como regla de oro para orientar los procesos de toma de decisiones, el uso indiscriminado del glifosato se habría prohibido globalmente desde hace muchos años. Pero la precaución ante la duda de la existencia de riesgos relevantes resulta ser un aliciente muy débil frente a la ambición de generación de riquezas, ambición que se asume justificada y hasta necesaria, cuando se arropa tras el manto bienhechor y humanista de ser la única fuerza capaz de producir alimentos suficientes para la población a escala planetaria. A mi parecer, aquí está la principal falacia de la argumentación de los agronegocios: la producción agrícola a escala industrial no es la única – ni la mejor – manera de producir alimentos. Aparte de que la Organización de las Naciones Unidas, a través de la FAO/UNESCO, ha reunido la información suficiente para demostrar que el menos 60 por ciento de los alimentos del mundo es producido por pequeños y medianos agricultores a nivel local, la producción masiva e industrializada de unas cuantas especies de “commodities”, o cultivos comerciales, es uno de los principales motores de la deforestación a nivel global, transforma la gestión del agua dulce disponible, deteriora los suelos, contamina la atmósfera y los cuerpos de agua, y ejerce una presión considerable sobre la biodiversidad, especialmente sobre los polinizadores y muchos herbívoros.

El gobierno de México, después de algunos años de deliberaciones y titubeos, se decidió a promover la prohibición del uso del glifosato, y la restricción del cultivo de maíz y soya transgénicos. Muchos aplaudimos esa decisión, que se sumaba a los intentos emprendidos por la Unión Europea y otros países, como Perú. Al igual que la Unión Europea, ha tenido que recular de su postura. En el caso de Europa, los gobiernos de países donde la agricultura es importante para la economía, como Francia y España, no resistieron el embate de los agricultores comerciales, que paralizaron ciudades y vías de comunicación hasta lograr que se diera marcha atrás a las regulaciones más amigables con el ambiente. En México, el retroceso se debe, en efecto, a la presión de organizaciones de agricultores industriales, como el Congreso Nacional Agropecuario (una fuerza – esa sí, conservadora – ante la que la Cuarta Transformación ha tenido que doblegarse), y a la fragilidad de una posición que dejó abierta la puerta trasera al condicionar la entrada en vigor del decreto de prohibición del glifosato al eventual descubrimiento de un biocida que afectara un espectro igualmente amplio de organismos, pero que resultara inocuo, como si esto no fuera un absurdo.

Centrar toda la atención en la restricción del uso de un herbicida, por temible que éste sea, no resulta ser una solución adecuada, ni suficiente. Se seguirán proponiendo medidas que no son soluciones en tanto no se reconozca que lo que debemos hacer es asumir que el actual modelo dominante de desarrollo agropecuario es insostenible – y ambientalmente insustentable – y que debemos reconsiderar no solamente la manera de producir alimentos, sino la forma de concebir la seguridad alimentaria, el papel de las autoridades locales en las decisiones de uso del suelo, y el rol  que pueden y deben jugar las comunidades locales y los pueblos indígenas, y sus saberes.

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Lea, del mismo autor: ¿Dónde está Fu Manchú?

 

Edición: Fernando Sierra


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