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Foto: Fernando Eloy

Temporada de calor, de quemas agrícolas, de incendios, los nombres no importan. Se nos hace creer que el aumento en la temperatura ambiental, por ser parte del fenómeno de calentamiento global, es inevitable, independientemente de las acciones que realicemos a nivel local o familiar.

La literatura ya no es confiable. Si por definición, la canícula se da en verano, entre julio y agosto, la realidad es que la sequía y el incremento de temperaturas se padece entre abril y mayo, cuando también se hacen más frecuentes los llamados a mantener la hidratación y evitar actividades al aire libre entre las 10 y las 16 horas. Pero también se confirma que el clima ha cambiado y lo que hace 20 años era la temperatura promedio es ahora la mínima y ya es imposible creer que se vive en una zona de clima templado.

 

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Por muchos años, al menos para la península de Yucatán, se asoció el aumento de intensidad en el calor durante la primavera al sistema de roza, tumba y quema que se realiza en el campo, por obvias razones, crear humus a partir de las cenizas de material vegetativo seco requiere de fuego. Sin embargo, también debemos considerar que se han consumido más áreas verdes en nombre de varios proyectos.

No se trata únicamente del Tren Maya. Las oleadas de calor iniciaron varios años antes. La mente suele jugar muchas bromas y buscar al culpable más visible, cuando desde lo local hemos contribuido mucho a que estemos por naturalizar que entre abril y mayo deben darse varias jornadas consecutivas superando los 40 grados Celsius a la sombra, con sensación térmica superior a los 50.

Podríamos comenzar con la edificación de grandes fraccionamientos, los monumentos al tinaco que refería Carlos Monsiváis. Desde mediados de la década de 1990 han sido arrasadas grandes extensiones para crear asentamientos que compiten en población con algunos municipios, en los cuales se edificaron casas cada vez más pequeñas, sin espacio para un patio y sin una superficie mínima para sembrar por lo menos una naranja agria, tan cara a los yucatecos.

El tamaño de las casas también ha disminuido. Las que entran en la categoría de vivienda social, construidas en el presente milenio, no están pensadas para que en las habitaciones se utilice una fresca hamaca bien extendida, con brazos; al contrario, impera la cama y se impone también la instalación de por lo menos un equipo de aire acondicionado, con el inconveniente de que cuando todo el vecindario enciende el suyo, el fantasma de un apagón generalizado recorre las calles.

Pero también, en las colonias más antiguas, se ha renunciado a sembrar, mantener o renovar los árboles. Alguien sugirió que las hojas y flores que caen son basura perjudicial, como si vivir entre plásticos fuera lo más sano. Si en los nuevos fraccionamientos ya no hay espacio para sembrar un frutal, en cada colonia hallamos a por lo menos un vecino que por las noches se dedica a asesinar lentamente un árbol, echándole ácido o agua hirviendo. 

También, en nombre de mejorar la movilidad, se arrasó con grandes árboles que bien pudieron servir de zonas de ascenso y descenso en lugar de colocar paraderos prefabricados de metal, inútiles para brindar sombra al usuario del transporte público, pero maravillosos para producirle una deshidratación acelerada.

Vale la pena preguntarse si, en época electoral, el calor puede ser tema político, porque en nombre del desarrollo se ha procurado el crecimiento urbano desordenado y sin respeto por el medio ambiente. El concreto no vota, pero quienes padecen el calor que produce, sí tenemos una cita con las urnas.

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Lea, de la misma columna: Vila en campaña: expectativas y realismo

 

Edición: Fernando Sierra


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