Opinión
La Jornada Maya
07/07/2024 | Mérida, Yucatán
Julián Dzul Nah y Yassir Rodríguez Martínez
Al escribir este texto, el huracán Beryl se dirigía a la Península de Yucatán, con pronóstico de inminente impacto, aunque con diversas posibilidades de intensidad: desde afectaciones como tormenta tropical, hasta la expectativa de su ingreso como huracán de magnitudes superiores.
Estos fenómenos naturales causan diversas reacciones entre quienes históricamente los han afrontado: angustia, desesperanza, curiosidad. Se suman a la memoria social de los colectivos afectados, particularmente del pueblo maya, entre otras poblaciones peninsulares. La memoria de un huracán en agosto de 1782 manuscrito hoy conocido como Chilam Balam de Chumayel, se dejó “para que se pueda ver cuántos años después” habría otro. Recientemente se evoca el paso de Gilberto (1988) cuando “muchos se quedaron sin casita, se perdieron muchas cosas…” Las perturbaciones de 2020 —como Cristóbal y Gamma— se sumaron a la memoria del último lustro: “Hizo bastante falta maíz… acá todo estaba lleno de elotes… Al día siguiente empezó a haber lluvia y no paraba… y yo tenía que venir a ver a los animalitos. Y cuando llegó la tarde todo estaba feo, quedó hecho sopa, nuestra cosecha se perdió”.
Voces como las anteriores, tan antiguas como recientes, pueden vincularse con el concepto de vulnerabilidad, relacionado con el rasgo común humano de estar expuesto a un daño. Esta noción no se vive del mismo modo, sino según la diversidad de condiciones preexistentes, como políticas y sociales. ¿Qué tanto la vulnerabilidad del pueblo maya ante los huracanes es producto de marcos históricos, económicos y sociales ajenos? Las respuestas —tan amplias como los pronósticos meteorológicos— exceden a este texto. Pero vale cuestionarnos sobre la vulnerabilidad y su relación con elementos ajenos a la población maya, pero que acaba afectando: poco desarrollo e infraestructura en la ruralidad, como hospitales y albergues; desempleo o empleos con ínfimos salarios que imposibilitan la capacidad de ahorro; servicios carentes prestados por entidades públicas son una breve muestra. La vulnerabilidad, cabe decirlo, es una cuestión de desigualdad social.
Habitar el capitaloceno —consolidado tiempo atrás por voluntades igualmente ajenas— requiere advertir que el impacto antropogénico sobre la naturaleza no es reversible ni controlable, haciendo lucir a la vulnerabilidad como insuperable y recurrente. El cuidado del “otro” parece una cuestión distante. Se agudiza la vulnerabilidad de algunas poblaciones ante ciertos fenómenos naturales. La indiferencia ante las afectaciones pareciera ser rampante; año tras año, los riesgos aumenten en cada período de huracanes, mas no las acciones para remediar la desigualdad social.
Sin embargo, el resguardo de la memoria lleva también a una gestión distinta del futuro, permitiendo la posibilidad de otros porvenires. Así, tras el paso de Gilberto se evocó que “hemos salido adelante, la gente sí ayuda también cuando viene algún problema”. Quien recordó la inminencia de Gamma, dijo haber cosechado “un poquito así nada más para hacer el atole... Yo sólo eso agarré y metí dentro del cuartito…”. El pueblo se moviliza, se preocupa por el resguardo de sus bienes, preparan alimentos para compartir, se protegen trojes de semillas nativas, como aprendizaje de huracanes y complicaciones precedentes. Conviene que estos frentes activos acusen la ambivalencia de la vulnerabilidad, sin que esto desobligue a las autoridades correspondientes a cumplir con sus deberes en la administración pública para con los sectores más frágiles, ni que nos enajene de nuestro papel colectivo en la construcción de sociedades de cuidado mutuo, conscientes de las responsabilidades éticas y políticas que nos debemos los unos respecto de otros.
Edición: Fernando Sierra