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Más ciencia para combatir lo kitsch

Transitar de una sociedad de masas a una del conocimiento: el reto
Foto: Reuters

Francisco Guerra Martínez

De las más irreverentes teorías conspiracionistas podría emerger aquella en la que los países en vías de desarrollo son orillados a mantener el quehacer científico en incipientes condiciones; esto con el maquiavélico propósito de asegurar que estos países perduren como eternos dependientes e importadores de artefactos medianamente sofisticados, elaborados por los “países desarrollados”.

Desde hace mucho tiempo ha sido planteada la necesidad de apuntalar la actividad científica (humanidades, ciencia, tecnología e innovación) como una estrategia de desarrollo y como un soporte estructural de crecimiento generalizado para una nación; incluso esta perspectiva ha sido teorizada (teoría del crecimiento endógeno) desde la década de los 80 del siglo XX. Al respecto, en el año 2002, el Dr. Ruy Pérez Tamayo dijo: “México podría estar destinado a no ser más que un país maquilador que consume productos elaborados y cuya única producción es materia prima y braceros. Los países desarrollados lo están porque han apoyado la ciencia y la investigación dentro de sus fronteras…”.

Un par de décadas después, la gente de ciencia seguimos arañando espacios, implorando presupuestos y persuadiendo a las autoridades sobre la necesidad de acrecentar el apoyo para el desarrollo científico en el país. El gremio político que raciona presupuestos debe dejar de considerar a la ciencia como un bien sin impacto social, político y económico, como un medio “sanguijuélico” que únicamente absorbe presupuesto y no genera dinero como quisieran las dinastías política y empresarial. Una postura alejada de la realidad. Entonces ¿por qué sostener una política de ciencia con limitadas perspectivas? Más aún conociendo el potencial de desarrollo nacional al cobijo de la ciencia. La respuesta tiene muchas aristas.

Hay una crítica que el filósofo griego Sócrates realizó sobre el tipo de vida que hace veinticinco siglos comenzó a gestarse, un estilo de vida centrado en el placer y la pérdida de valores. Algo que, en la actualidad, Riemen caracteriza como una sobrevaloración casi inconsciente de la tecnología, la velocidad, el dinero, la fama, las apariencias, lo nuevo; una situación definida a mitad del siglo XIX por el filósofo español José Ortega y Gasset como una “sociedad de masas”, y que en el siglo XX fue bautizada como kitsch.

Desafortunadamente, la nuestra es una sociedad kitsch. En una sociedad kitsch es difícil reconocer lo importante, lo estructural, la ciencia, la educación, la cultura, como ejemplos. En una sociedad kitsch el tipo de cosas de ciencia, en muchas ocasiones, son desvalorizadas y cuando se politizan (como en tiempos de Covid-19), mucho peor, son vilipendiadas. En una sociedad kitsch somos convencidos por lo superficial o como lo expresó crudamente el economista Tim Jackson, “estamos persuadidos de gastar dinero que no tenemos en cosas que no necesitamos para causar una impresión efímera en personas que no nos importan" o que no les importamos, quizá.

Una sociedad kitsch no metería las manos al fuego por la ciencia. No se trata de defender a ultranza a la ciencia y a la gente de ciencia, ni son semidioses ni nada que se le parezca. No se exigen bienes absolutos, se discuten oportunidades transitorias que permitan un crecimiento en todas las aristas. El quehacer científico, y la gente de ciencia, deben ser sometidos a juicio y escrutinio, no se exige recibir a manos llenas, se trata de avanzar y construir “con idea”, como se dice en el futbol.

Aunque no soy seguidor del Producto Interno Bruto (PIB) como “él” indicador, sí nos puede dar pistas sobre la necesidad de invertir en investigación: siete de los once países con mayores valores del Índice de Desarrollo Humano (IDH) destinan en promedio el 2 por ciento de su PIB a la investigación científica. Desde esta perspectiva, el caso de México es desolador pues se encuentra en la posición 76 del IDH y nunca ha superado el 0.6 por ciento del PIB. Los últimos seis años representan un marcado contraste pues en el 2022 se registró un 0.27 por ciento del PIB para ciencia (la cifra más baja en dos décadas), pero en 2024 llegó al registro histórico de 0.6 por ciento (Presupuesto de Egresos de la Federación 2024). Sin embargo, las cifras están muy lejanas a un prometido 1 por ciento, a una recomendación internacional de 1.5 por ciento y más a un 2.6 por ciento de promedio mundial. Es cierto que estos indicadores pueden ser engañosos pues no son del todo proporcionales, pero al final del día son eso, indicadores.

La creación de la nueva Secretaría de Ciencia, Humanidades, Tecnología e Innovación conlleva múltiples retos. El mayor de ellos será el de generar políticas de ciencia que permitan transitar de una sociedad kitsch, o de masas, a una verdadera sociedad del conocimiento. Menuda tarea. De qué otra forma podría ocurrir si no es a la vista de una inversión y gestión adecuadas en educación e investigación científica.


Profesor de la Escuela Nacional de Estudios Superiores (ENES) Mérida, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). 

[email protected]


Lea, del mismo autor: ¿Hay que funar la Agenda 2030?


Edición: Fernando Sierra


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