Opinión
Alonso Marín Ramírez
08/08/2024 | Ciudad de México
—El chico a quien le estaban pegando era mi hermano. No sabía, hasta que me dijo mi amiga. Solté lo que tenía en las manos y corrí hacia la multitud que estaba en el estacionamiento.
María detiene su discurso. Frunce el ceño, toma aire. Coge un Kleenex de la mesilla a su lado.
—Me hice paso entre la gente y lo distinguí en el suelo. Su playera rosada manchada de sangre. Los gritos de euforia comenzaron a dispersarse, la gente corrió a cualquier lado. Los tres idiotas que le estaban pegando desaparecieron. Cobardes.
Intento detener mis pensamientos que vuelan de regreso a mi adolescencia. Al estacionamiento de un supermercado azul justo a un lado de la escuela. Aquel lugar —amplio, escondido, solitario— era el sitio perfecto para las peleas de cualquier par de pubertos que quisieran resolver a golpes los conflictos de secundaria.
—Mi hermano estaba inconsciente. Grité que necesitaba una ambulancia. Las manos me temblaban y fue mi amiga quien logró hacer la llamada. Le marcó a mis padres. No sé qué pasó después. Yo estaba muy angustiada.
La noticia se pasaba de boca en boca. Va a haber pelea, decía alguien. Después venía el resto de la información: la hora, los implicados, los testigos; en ocasiones, las apuestas. Uno ya sabía que si peleaba Fulanito De Tal, era muy probable que el otro resultara severamente lastimado.
—Lo llevamos al hospital. Ahí vuelvo a tener recuerdos vagos. Recuerdo al médico decir que mi hermano tenía hemorragias internas. La consecuencia de tantas patadas. Fueron las dos horas más largas de mi vida. O cinco horas. No sé cuánto tiempo habrá pasado.
Mi mente pasa de los recuerdos en aquella escuela de Paseo de Montejo a una película de Agnès Varda: Cléo de 5 a 7. La habré visto hace unos diez años; mi mente aún la conserva con claridad. Enmarcada dentro del movimiento Nouvelle vague, la película de 1962 narra dos horas en la vida de Cleo, joven y hermosa cantante que está a la espera de los resultados de una biopsia. Le llamará a su médico a las 7 para saber el resultado. La posibilidad es terrible, abrumaría a cualquiera: cáncer de estómago. Durante esas dos horas la vemos caminar por París con su criada, comprarse un sombrero, cantar con colegas, visitar el estudio de su pudiente esposo. Nada le quita de la mente la posibilidad de la muerte. ¿Acaso algo podría?
—Mi madre iba de un lado a otro, rosario en mano, en la sala del hospital. Papá se quedó sentado, su llanto oculto tras sus palmas. Yo solo quería que alguien saliera y dijera: va a estar bien. Fracturado, adolorido, lo que quieran. Pero que me dijeran que mi hermano menor iba a estar bien.
Nadie le dice a Cleo que todo va a estar bien. Al inicio de la película le leyeron las cartas. La tarotista arrojó su predicción: muerte. ¿De qué le sirve la fama, la belleza, el reconocimiento de la gente? ¿El dinero de su marido? Ante la expectativa fatal, ¿qué nos calma? La mirada de los otros, en este caso, es causa de mayor angustia. Cleo es vista como la mujer-objeto, la mujer-artista. Nadie se acerca a su alma. En un café se mira en un espejo, que le devuelve una imagen distorsionada, repleta de ojos también perdidos. Un espejo roto, un sentido fragmentado de sí misma, diría Lacan. Varda y Lacan, ambos conocieron la muerte en París.
—Los médicos entraban y salían de la sala de choque. Cuando al fin se nos acercó la doctora mis padres se levantaron de un brinco. Yo solo quería saber. La duda es terrible, es peor que una mala noticia. La desesperanza se enfrenta. La incertidumbre se carga.
Son casi las 7 y Cleo llega al Parc Montsouris, donde camina entre jardines, el puente y el lago. Ahí conoce al soldado Antoine. Está por irse a Argelia, a la terrible guerra. Reflexiona sobre la vacuidad de esta, sobre lo inútil de morir en una trinchera. Dos personas ante la probabilidad de una muerte cercana —¿no estamos así todos?— se acercan y se entienden. Entonces conocemos quién es Cleo detrás de la mujer-objeto. Su verdadero nombre es Florence. Antoine se acerca a su alma y la acompaña a la Salpêtrière.
Cleo tiene cáncer, pero la noticia le alivia. Nada que dos meses de radioterapia no puedan curar, le dice el médico. Dos horas de incertidumbre han generado un cambio en ella. En su manera de percibirse, de enfrentarse a la gente, a la vida. Así el tiempo se muestra como lo que es. Algo subjetivo, un invento entre dos cosas: la llegada al hospital y la noticia de la doctora, lo que sucede de las 5 a las 7 en las calles de París, las diferencias imperceptibles entre Cleo y Florence.
¿Cuál es la distancia entre lo que se enfrenta y lo que se carga? Se pregunta María. Quizá la naturaleza de la angustia que, como diría Lacan, es el afecto que no engaña. Que muestra la cosa como en verdad es.
Edición: Estefanía Cardeña