Opinión
Pablo A. Cicero Alonzo
13/08/2024 | Mérida, Yucatán
Eran cinco hermanas y un hermano. A todas ellas se les fue la vida de entre las manos, y se quedaron solas, juntas. Su hermano se casó, algo que nunca le perdonaron. Cosas de familia. Combinaban su trabajo con una intensa vida social, que principalmente giraba en torno a la parroquia.
En su casa habitaron varias generaciones de gatos albinos, todos sordos, todos llamados Mozos —por buen mozo, explicaban. Afuera, en el patio, tenían gansos para espantar a las serpientes; eran más feroces que pitbulls, y sólo ellas podían acercárseles. Tenían un columpio de madera, completamente destartalado, que escupía tétanos.
El arzobispo que les encomendó sus cubiertos de plata no fue la primera ni última autoridad de la Iglesia que las visitó con frecuencia. Tiempo después, cuando el peso de los años las obligó a contratar a personas para que le ayudaran, sonó la campana de la casa.
Esperaron con paciencia a que la joven que trabajaba en la casa fuera a ver y les dijera quién había llegado. Al ver que ella no llegaba, la llamaron. Quién era, le preguntaron. Nadie, señorita, le respondió. Era un loquito. ¿Cómo que un loquito? Sí. Un señor com un vestido blanco con un rebozo amarrado a su cintura.
No sólo las visitaban eminencias religiosas, sino también políticas. En una ocasión fue a su casa el gobernador, conocido por su fuego anticlerical. Ellas se comprometieron a recibirlo, pero lo harían a su manera. En su casa, Dios mandaba, y todos los que entraran a ella debían compartir ese celo.
Movieron el inmenso crucifijo de su oratorio y lo pusieron en el recibidor, debajo de la percha. Así que cuando entró el jacobino no tuvo más remedio que quitarse el sombrero, como lo hacen los fieles cuando entran al templo. Ellas recordaban ese episodio con la picardía de los generales victoriosos.
Depende de a quién se le pregunte por ellas la respuesta de cómo eran. Hay muchas versiones, desde anónimos actos de caridad a rayones en un elevador maldiciendo a una, la que trabajó como gerente en un hotel. Lo que es un hecho fue la distancia que marcaron con la viuda de su hermano y con sus sobrinos. Ellas se encargaron de tenerlos lejos.
Sólo una se quedó cerca de sus tías, a las que solía visitar y ayudarlas con ciertos encargos. A esta sobrina le tocó ser testigo de sus últimos años de vida. A esta edad, le confesó una de sus tías, ”sólo digiero bien la comida si me tomo unos tragos de cerveza negra. Pero temo volverme alcohólica”.
En las últimas etapas, decidieron mudarse a una casa más pequeña, más cómoda y segura para moverse. Al empacar para la mudanza, la sobrina vio un estuche arrumbado. Lo abrió y la luz de la plata la maravilló.
En ese trajín, antiguos conocidos de las mujeres llegaban a la casa y salían con las manos llenas; algunas se las regalaban las propias hermanas, otras las tomaban sin preguntar. A la sobrina no le ofrecieron nada. Un día llegó y no vio a nadie en la casa. Tomó el estuche de cubiertos y se lo llevó; no recuerda de dónde sacó las fuerzas para cargar esos treinta y tantos kilos. Se lo entregó a su mamá, viuda de las hermanas. Sabía que lo necesitaba. Sabía que no le darían nada.
Intentó serenar su culpa, trató de justificar su acto recordando las groserías que le habían hecho a su madre; la falta de apoyo cuando su padre murió: el silencio y la lejanía. Además, pensó, nadie se daría cuenta de esa caja arrumbada, olvidada y envuelta en las telarañas de la desmemoria. Pero no fue así.
Lee el próximo miércoles: Los cubiertos de plata (y III): La penitencia
Edición: Fernando Sierra