Opinión
Pablo A. Cicero Alonzo
06/08/2024 | Mérida, Yucatán
Todo tiene una tarifa, o eso pensó el asesino cuando le regaló un juego de cubiertos de plata al arzobispo después de que lo absolviera. El propósito de enmienda sirvió para un carajo: siguió matando, ahora con la certeza que en el confesionario repartían pastillas para soñar.
Una sola palabra del sacerdote pudo haberlo sanado, pero el confesor no la dijo. Y pasó lo contrario. La redención, pensó el criminal, no existe. La culpa sólo se entierra con más culpa, hasta que ésta desaparezca; hasta que uno ya no sienta nada al matar a otro.
El arzobispo aceptó los cubiertos, no se sabe la razón. Tal vez porque tenía sus iniciales grabadas, tal vez porque nunca antes le habían regalado algo parecido. Tal vez para recordarle de dónde venía y dónde estaba, pero eso son elucubraciones nada más; cosas que vienen a la mente.
Lo que sí es un hecho es que después de recibir ese regalo, todo se torció, por lo menos para el religioso. Los sacerdotes de su arquidiócesis comenzaron a cuestionar sus excesos, y sus misas poco a poco fueron perdiendo aforo; se convirtió un pastor de silencios y de reproches.
Imploró a una fe perdida hace ya años, misma que le dio la espalda. Recurrió a la amenaza del anatema, vociferó furiosos sermones, invocando penas en el fuego eterno; caminó al borde del abismo mientras comía caracoles con aquellos cubiertos pequeños tan curiosos que tenían sus iniciales.
Guardaba la cubertería de plata en el estuche original, que pesaba unos treinta kilos. Tenía, en total, doscientas piezas, pensando en un servicio completo para más de veinte personas. Tenía tenedores y cuchillos para ensalada, pescado y carne; tenedores para mariscos y postre, cuchillos para mantequilla; cucharas para sopa y cucharillas para te y para demitasse.
Le gustaba el peso de los cubiertos en sus manos, manos tan transparentes que mostraban, obscenas, el flujo de una sangre espesa y oscura; le gustaba la paradoja de frío y calor que ofrecían esos objetos de plata. Mientras trataba de conjurar al metal, acariciando lascivamente un cuchillo, le llegó la noticia de que tenía que separarse de su cargo.
Nunca se supo la razón de esa decisión de la cúpula eclesial, pero debió ser por algo grave, muy grave, ya que al arzobispo no le dio tempo ni de empacar. Tampoco se tuvo noticias de él.
Sólo treinta y tantos años después, en la sección de necrológicas de un periódico de provincias, se informó de las misas de réquiem por la muerte del cura de una capilla de los márgenes. Alguien recordó que, hace tiempo, ese sacerdote había sido arzobispo.
Antes de desaparecer, acudió, casi a medianoche, a la casa de unas hermanas, que solían ayudarlo desde que él era párroco. Les dijo que tenía que salir de urgencia, sin entrar en detalles, y les pidió que si le podían guardar la caja de cubiertos hasta su regreso; ellas pensaron que sería cuestión de días, máximo semanas, y aceptaron sin hacer preguntas.
Durante varios meses, el estuche de los cubiertos de plata estuvieron en el mismo sitio que el religioso los había colocado. En ese mismo recibidor flotaron los rumores sobre el paradero del arzobispo, preguntas que se quedaron sin respuestas y que se posaron, como polvo, en la última prueba de vida del sacerdote.
Cuando las habladurías cesaron y la vida volvió a la normalidad, las hermanas colocaron el estuche en una bodega. Y ahí estuvo años, encerrado con otros recuerdos; finas telarañas, igual de plata, ayudaron al olvido, encapsulando el origen de esos cubiertos. Hasta que algo sucedió.
Edición: Fernando Sierra