Opinión
La Jornada Maya
25/09/2024 | Mérida, Yucatán
Prometer la resolución de una investigación por asesinato o desaparición de personas, en política, es siempre un riesgo. La voluntad no basta para que la relación de hechos obtenida deje satisfechos a los deudos, pero cuando tampoco se obtienen respuestas sobre los motivos y los autores materiales e intelectuales del crimen, lo único que se fortalece son las versiones que implican a representantes del Estado.
En 2018, López Obrador llegó a la Presidencia con la promesa de que se buscaría a los jóvenes hasta encontrarlos. En el ocaso de su sexenio, ha tenido que reconocer que se avanzó, pero “no como quisiéramos”. Y en efecto, ni hubo nuevos reportes de hallazgos de cuerpos, ni se tiene una versión de los hechos que deje satisfechos a los padres de los 43. Por el contrario, el Presidente concluye responsabilizando a Gildardo López Astudillo, El Gil, integrante del grupo delictivo Guerreros Unidos, de haber entorpecido los avances en el caso, incluso cuando se detuvieron extradiciones a Estados Unidos para conseguir su colaboración.
Culpar al Gil es reconocer que pudo más el silencio de un individuo, presunto implicado en el crimen, que toda la fuerza del Estado para realizar la investigación, o para hacerlo cumplir el acuerdo al que haya llegado con el ex subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas; agregando que el implicado sigue en contacto con policías municipales de Iguala, Cocula y otras personas “que saben de lo ocurrido o participaron en la desaparición de los jóvenes”. Estos detalles son reveladores, pues indican que a pesar de contar con indicios, la facultad y la obligación de investigar, la autoridad no ha sido capaz de hacer comparecer a quienes siguen en contacto con El Gil, y facilitado que éste se mantenga en silencio.
Reconocer que en el caso “hay muchísima desinformación y obviamente intereses políticos de adversarios nuestros, tanto en el país como afuera” es también admitir fallos en la estrategia de comunicación de los avances en las investigaciones y de la general, a pesar de la exposición mediática de la figura presidencial. Simplemente no se consiguió que las familias de los normalistas contaran con información suficiente como para darse por satisfechos con los resultados. A ellos tampoco les toman el pelo.
Reclamarle a los padres que se hayan opuesto a mantener en prisión a 65 presuntos responsables bajo el argumento de que fueron torturados, aun cuando “la mayoría había participado en la desaparición de los jóvenes” es también una falla.¿Por qué creer que los familiares iban a estar satisfechos con que 65 chivos expiatorios se quedaran en la cárcel, sin saber qué ocurrió con los estudiantes?
El compromiso de continuar buscando a los jóvenes hasta el último momento del actual gobierno queda ahí, con la esperanza de que el encabezado por Claudia Sheinbaum alcance el esclarecimiento del caso. Finalmente, todos los mexicanos deseamos que se llegue a la aparición de los normalistas y se conozca qué fue lo que ocurrió una noche como hoy, hace 10 años, porque el silencio es una respuesta tan insuficiente como la “verdad histórica”.
Para llegar a la resolución de este crimen ya no vale dar largas, ni mucho menos afirmar “ya me cansé”, o querer dar punto final con una “verdad histórica”. La fuerza del Estado debe destinarse precisamente a brindar la única respuesta que dejará satisfecha a la nación: qué ocurrió con los jóvenes y quiénes resultaron beneficiados con su desaparición forzada. Ayotzinapa es un punto de inflexión en la historia de México, y los 43 normalistas merecen ser encontrados y que se sepa su historia.
Editorial: Fernando Sierra