Opinión
Pablo A. Cicero Alonzo
08/10/2024 | Mérida, Yucatán
A pesar que fue un pintor que revolucionó con su técnica y temática el arte, hay una de sus obras muy poco conocidas; es casi un mito que muy pocas personas han logrado contemplar. Muchos incluso dudan de su existencia. Como la gran mayoría de sus trabajos, tiene una temática religiosa, pero en ésta en particular es patente la rebeldía que lo caracterizó.
Tal vez precisamente por eso la mantuvo en secreto: por el miedo real de ser considerado blasfemo. Si recorremos sus cuadros, es patente su desdén y su inclinación, casi suicida, al escándalo: utilizó a prostitutas como modelos de vírgenes, y pintó a santos con rasgos de conocidos asesinos de su época. En esa época, ante su público, eso era casi un boleto para la hoguera.
Sin embargo, la potencia de las escenas y su vocación de dinamitero obraron el milagro de que hasta los fariseos entraran en éxtasis con su trabajo. Caravaggio logró lo que nadie antes —y nadie después—: levantar al hombre del suelo y hacerlo protagonista de la historia. Sus pinturas son espejos en los que nos reflejamos, con todo el polvo y la mugre de la tierra. Y nos vemos espectaculares.
Aun cuando el pintor ya estaba más allá del bien y el mal, tuvo la cautela de no firmar este cuadro y de esconderlo: incluso para él era demasiado: rebasó sus propios límites. Esconderlo fue una contorsión tan meticulosa que no aparece en catálogo canónico alguno; es un cuadro fantasma, un mal sueño de coleccionista intoxicado. Sin embargo, hay una pista de migajas que permite conocer el periplo de esta pintura huérfana y de qué va.
Caravaggio cargaba con todos los vicios conocidos. Las prostitutas que pintaba con túnicas y aureolas no sólo eran sus modelos, y él mismo presumía que los rasgos de arrebatos religiosos él se los provocaba con esmero. En varias ocasiones se vio involucrado en duelos, de los que salió bien librado: manejaba el sable con una maestría similar que el pincel. Y era un ludópata perdido.
Perdió este cuadro en una partida de dados. Y tal vez esa apuesta fue la mejor manera de esconder su pecado, pues el ganador, un mercader seboso de Damasco, ni sabía quién era el sujeto contra quien jugaba ni le interesaba el arte. Así que la pintura permaneció envuelta, en un rincón, sin provocar sobresaltos de conciencia, pues nadie la veía. El pintor murió. El mercader murió. La historia siguió, con la obra guardando polvo.
Pasó de mano en mano, como objeto de trueque. Los años pasaron, y el recato religioso se fue desinflando, como globo. La pintura ya no removía morales, aunque sí seguía lanzando descargas eléctricas a quien la veía. Incluso a los que nunca antes habían visto la belleza la reconocían en ese arrebato. Y lo más importante: se sentían capaces de grandes cosas, aún los insignificantes.
Los textos bíblicos fueron escritos por hombres de tierra adentro, sin lugar a dudas. Hombres que le tenían miedo a la inmensidad del mar; que veían en las tormentas la ira de su dios. Por eso, todos los pasajes de las Escrituras que tienen como escenario el mar están escritos con manos temblorosas. Un ejemplo es cuando Jesús y sus apóstoles sufren la furia de una tormenta en una barca.
Según los evangelistas, los truenos trituraban las almas de los apóstoles, quienes despertaron a Jesús para que calmara la tormenta. Él se despertó y, con un gesto, aplacó cielo y mar; un domador divino de elementos. Según los versículos en los que se disecciona este hecho, Jesús ”se levantó y dio una orden al viento y al mar, y todo quedó completamente tranquilo. Ellos, admirados, se preguntaban: ¿Pues quién será éste, que hasta los vientos y el mar lo obedecen?”.
La obra perdida de Caravaggio muestra que el pintor no se creyó este cuento. Tal vez lo primero que cuestionó fue la cobardía con la que se exhibió a los apóstoles, varios de ellos pescadores. Los hombres de mar no le tienen miedo a las tormentas. Con esa idea taladrándole la mente, Caravaggio reescribió el momento, sentenciando a la vez a la oscuridad la que tal vez es su mejor pintura:
El cielo está completamente negro; el sol está eclipsado por nubes densas como rocas volcánicas. Un rayo rasga la escena, con tal filo que parece incluso cercenar el lienzo. Jesús, en efecto, duerme plácidamente, vencido tal vez por el cansancio, tal vez por el mareo; es sólo un carpintero en un contexto ajeno. Un outsider. En el barco que sortea olas como himalayas cuatro hombres pelean contra el veloz viento y la agitada agua. Y van ganando, como se deduce en las sonrisas de rufianes con las que ellos mismos se dan ánimos.
En su peregrinaje secreto, asegura un regenteador clandestino de obras de arte, el cuadro llegó a México en un contenedor sin identificar en el buque Sinaia, en junio de 1939. Ahí se le pierde la pista, de nuevo. Yo no he visto este cuadro, y apuesto que nunca lo veré. Es más, estoy seguro que no existe y que es sólo un dato más en mi mente intoxicada de fantasía. Sin embargo, puedo imaginármelo claramente, y ver los rostros en ese cuadro inexistente de los valientes hombres y mujeres de la costa yucateca enfrentándose a ese monstruo de proporciones bíblicas bautizado en aguas del Golfo como Milton.
Edición: Fernando Sierra