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Por enésima ocasión, el candidato republicano a la Casa Blanca, el ex presidente Donald Trump, volvió a amenazar ayer con impedir la importación de vehículos ensamblados en México mediante la imposición de aranceles de "200 (por ciento) o 500, no me importa", a fin de que en Estados Unidos no pueda venderse ni un solo automóvil hecho en nuestro país.

Ya en su campaña presidencial de 2016, el magnate neoyorquino había formulado amenazas semejantes con el propósito de obligar a las empresas estadunidenses a instalar en su país las fábricas que habían colocado en México para aprovechar las ventajas competitivas existentes al sur del río Bravo. Pero en los cuatro años siguientes el amago no se materializó por la simple razón de que el establecer cuotas impositivas a los automotores hechos en México habría significado un descalabro mayúsculo para las corporaciones automotrices de la nación vecina.


Aunque en la actualidad los vehículos de origen mexicano ocupan únicamente 10 por ciento de las ventas totales en Estados Unidos, representan un importante factor de supervivencia para Chrysler, Ford y General Motors, abrumadas por una pérdida masiva de mercado; tal fenómeno fue impulsado por la preferencia de los consumidores hacia las firmas japonesas, coreanas, chinas y, en menor medida, europeas.

Pero hoy día, Chrysler tiene en nuestro país siete plantas de las que salen anualmente 400 mil vehículos para exportación; General Motors produce aquí en cuatro fábricas 25 por ciento de los productos que vende en Estados Unidos, en tanto que Ford, en cuatro plantas de ensamblado, exporta unas 150 mil unidades al año al país vecino. En cuanto a las autopartes, más de 40 por ciento de las que se consumen al norte de la frontera proceden de México, y buena parte de ellas son fabricadas por empresas estadunidenses.

En diversas ocasiones, Trump ha particularizado su amenaza arancelaria en los autos de firmas chinas que se fabrican en México, pero se trata de una bravata aun más insustancial, toda vez que las dos ensambladoras de esa nacionalidad que hay en el país –JAC y BAIC– no han exportado una sola unidad a Estados Unidos, por más que los vehículos chinos han ganado una cuota creciente y vertiginosa en el mercado mexicano; el estadunidense, por su parte, recibió el año pasado la modesta cantidad de 104 mil vehículos directamente de China, donde se arman autos de las marcas Buick (GM), Lincoln (Ford) y Volvo (sueca).

Lo cierto es que no es realista la adopción de medidas proteccionistas contra los productos automotores mexicanos hechos en México. Tal acción no sólo dañaría a nuestro país, sino sobre todo a la industria automotriz del propio Estados Unidos, a sus consumidores y a sus distribuidores.

Al igual que hace ocho años, el amago debe entenderse en clave electoral: se trata de una manera en la que Trump intenta seducir a sectores sindicales que han sido tradicionalmente proclives al Partido Demócrata y de un discurso demagógico para exaltar una suerte de patrioterismo vehicular, en circunstancias en las que las corporaciones estadunidenses del automóvil –otrora todopoderosas y generadoras de una parte sustancial de la riqueza de la superpotencia– enfrentan un descenso irremediable.


Edición: Ana Ordaz


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