Jaime García García*
Hasta el momento y en términos del ser humano como proyecto de pensamiento que ensanche el relato del universo, ninguna persona tiene una medición o aproximación respecto a cuánto mide la mente o dónde se aloja. Es decir, está ahí, es infinita, sin forma y con todas las formas al mismo tiempo. Inabarcable.
Resulta entonces un despropósito que el pensamiento contemporáneo decrete a la democracia liberal representativa como “la mejor forma” de gobierno que pudo inventar el ser humano. Incluso, la corriente hegemónica la envuelve como un asunto de elección racional de los individuos. Es una aspiración perenne, una búsqueda a ciegas de una entelequia publicitada y bien vendida. Y después, nada más, fin de las ideas.
Y en la democracia discurrimos en adecuaciones, categorías, eufemismos. Alcanza tal grado de sofisticación la renuncia a pensar en algo más allá que generó términos como “populismo democrático” o “democracia republicana”.
Sin ahondar en la contradicción que implican semejantes abstracciones, vale la pena pensar en porqué la palabra democracia tiene tanto tiempo dando vueltas ahí donde dos o más seres humanos se reúnen para ponerse de acuerdo en cómo subsistir. Y, desde luego, hacerlo más allá de los lugares comunes que confluyen en “poder del pueblo”.
En primera instancia, la práctica política de la supuesta democracia resulta funcional para el constructo social dominante, es decir, para los tomadores de decisiones. Bajo la bandera de la representación, perpetua que las instituciones dispongan para los ciudadanos un menú del cuál escoger, pero jamás propicien procesos de organización popular donde los aspirantes a representantes no sean propuestos por partidos, presidentes o empresarios, sino que emanen de procesos políticos orgánicos, libres.
Otra arista: se convirtió en un buen negocio, en una gran industria. Alimentó en jarra a mercadólogos, partidos, televisoras, radiodifusoras, agencias digitales, medios de comunicación. Casi todos tienen un lugar para extraer néctar del juego democrático.
Casi, porque en el avance de la parafernalia democrática sigue como letra muerta el que las clases populares incrementen sostenidamente las capacidades de organización, de decisión, económicas, políticas, culturales.
Para no resultar discordante con el verso actual, mantengamos la chapa “democracia” y establezcamos que dicho concepto debe transitar hacia adquirir un carácter de “posliberal”. Dar saltos al vacío, hacia relaciones más igualitarias, donde las y los ciudadanos comiencen a ser mayores de edad y no nada más dependientes de las ideas de, como en México, “el señor presidente” o “la señora presidenta”.
Consiste en detonar procesos de organización bajo una premisa que apareció como parte de un escrito anónimo publicado en los años 70 del siglo pasado y que circuló en muchas organizaciones de carácter maoísta, de masas, populares, obreras y campesinas, Hacia una política popular.
“Los únicos lugares donde el pueblo ha hecho y hace política son el campo, la calle y la fábrica. El pueblo mexicano debe hacerlos suyos permanentemente [...] Esta posición no es, sin embargo, una repetición de los viejos cantos a la democracia. La diferencia es radical. Nosotros no queremos hacer política en nombre del pueblo, nosotros queremos que el pueblo haga su política y nosotros hacerla con él. [...] es hacer política popular”.
El texto es autoría de Adolfo Orive, ideólogo, pensador, filósofo y quien durante las décadas recientes orientó, inspiró y dirigió procesos de organización en ejidos, sindicatos, uniones de crédito, cooperativas, colonias populares, comunidades indígenas.
Democracia postliberal participativa que comience por generar algunas preguntas en los ciudadanos: ¿por qué consentimos que las élites acomoden como “orden natural” lo que han obtenido desde el saqueo?, ¿cuándo y cómo frenaremos el desempoderamiento de las masas y el empoderamiento de las élites?
Si la ideología dominante generó la circunstancia actual, ¿por qué no construir nuevos escenarios con nuevos agentes sociales en nuevos emprendimientos? La intuición de comenzar a pensar distinto puede simplificarse a imposibilidad. Quizá es tiempo de magnificarla como la más grande disputa en términos del concepto sociedad.
Consultor en El Instituto*
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