Opinión
La Jornada Maya
21/10/2024 | Mérida, Yucatán
El
asesinato del sacerdote Marcelo Pérez Pérez, en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, es más que un llamado de atención al Estado mexicano por las condiciones de violencia en esa entidad, que lleva varias décadas polarizada, en una lucha de muy largo aliento por la creación de una sociedad más justa, en la que la población indígena deje de ser botín político y sujeto de explotación económica permanente a la vez.
En un país en el cual se hizo un escándalo gigantesco al saberse de los abusos sexuales cometidos por sacerdotes católicos contra cientos de niños, durante varios años, el crimen contra el presbítero chiapaneco resulta indignante en el otro extremo, porque es por su trabajo que puede verse que en la Iglesia existen personas que utilizan el púlpito para denunciar toda clase de violencias, exponiéndose a perder la vida.
Marcelo Pérez solía vestir regularmente una camiseta con la imagen de monseñor Arnulfo Romero, célebre por su prédica en pro de los derechos humanos en El Salvador, y abatido por las balas en 1980. Romero pertenecía al movimiento que, con cierto desprecio, era llamado “de los curas progresistas”; los que habían abrazado la “opción preferencial por los pobres”. Chiapas es, desde la época colonial, una entidad donde todos los días es posible reconocer al menos un suceso que explica por qué esta catequesis sigue encontrando terreno fértil.
A sus 50 años, Marcelo Pérez no llegó a la cátedra episcopal sancristobalense, como antes Samuel Ruiz García o Felipe Arizmendi Esquivel. Su paso fue por comunidades como Chenalhó o Simojovel, o a la parroquia de Guadalupe, en la capital chiapaneca, a donde fue trasladado buscando protegerlo ante las amenazas del crimen organizado que se hacían más serias.
Pero la voz del presbítero no era incómoda sólo para la delincuencia. También lo fue para el poder político local. Su predicación del evangelio pasó a la acción, para movilizar a sus feligreses y así lograr contener algunos abusos y la venta indiscriminada de alcohol y estupefacientes en Chenalhó, una localidad herida profundamente el 22 de diciembre de 1997, cuando 45 indígenas tsotsiles que se encontraban en oración fueron masacrados por paramilitares, en la población de Acteal.
Predicar el Evangelio no es sinónimo de ascetismo. La historia está llena de sacerdotes que junto con el estudio teologal y filosófico pasaron a la acción, acompañando e incluso encabezando movimientos sociales y de defensa de los más débiles. No todos han llegado a los altares y son llamados beatos o santos por la Iglesia, pero su recuerdo permanece en cada comunidad que tocaron, y ahí se les venera en cada casa.
Resolver el crimen no es sólo obligación de las autoridades estatales y, en su caso, federales. También, si se pretende hacer realidad la voz “por el bien de todos, primero los pobres”, la atención a las causas de la miseria que impera en Chiapas es vital. Igualmente debe revisarse qué falló en las medidas cautelares que tenía a su favor el sacerdote asesinado, y esto independientemente del relevo gubernamental en Chiapas. Quien perdió la vida fue un sacerdote indígena y defensor de los derechos humanos, buscador de la justicia. Esperamos que sus feligreses la obtengan.
Edición: Estefanía Cardeña