Opinión
Pablo A. Cicero Alonzo
29/10/2024 | Mérida, Yucatán
Lo lleva en el bolsillo, y ya son varias veces las que va a un bar y pide dos tragos: el otro para él. Lo coloca en la mesa, junto al salero, y lo pone al día: qué hizo, lo que soñó, los planes que tiene. Mientras habla, golpea de vez en cuando la copa de su papá con la suya, brindando.
También lo lleva de viaje, en contrabando en la maleta; en un frasquito chiquito, en la cosmetiquera. Le muestra puestas de sol en el Egeo, le quita la tristeza en Triste. Desde hace meses, mientras camina, se cerciora que lo lleva consigo, en un acto que ya se convirtió en reflejo: el recuerdo es ya un amuleto, una necesidad.
Le pone la música que le gustaba escuchar, hojea los libros que dejó a medio leer; investiga dónde puede canjear los cupones que su padre recortaba. Deja que su perra olisquee los rincones de la casa, husmeando, siguiendo el rastro de su recuerdo. Acaricia las gastadas cuentas del rosario con el que él rezaba todas las tardes.
Y es que a ella le faltó tiempo, mucho tiempo. Tantas cosas que no le dijo, tantas oportunidades que la rutina le arrebató. Y ahora se da cuenta. Por eso, lo conjura también en sueños, que descifra con alegría cada mañana. Anoche soñé con papá, dice en lugar de los buenos días. Y relata el sueño, para evitar que se evapore en la vigilia: el éter de la realidad.
Pensó que la agonía era un ensayo a su ausencia; que la muerte sería el bálsamo al dolor de las últimas semanas: el músculo de la soledad. Tal vez lo fue para su padre, que en efecto descansó. Pero no para ella. Nunca antes había sentido tanto dolor. Nunca. Un dolor que araña, golpea, asfixia, corta y mutila; que estruja, aprieta y envenena. Un dolor que supera el significado de orfandad.
Piensa en él cada día, desde ese día. En ocasiones, el recuerdo es tan vívido que incluso parece tener peso y forma: siente su presencia; un contorno visto de lejos, una brisa con su voz, un objeto, una galaxia. Hay otras en las que no lo siente, en las que su silencio atruena. Días como el domingo pasado, por ejemplo.
Espanta la ausencia dándole significado a lo insignificante: el relámpago verde de las tardes, el espectáculo fugaz de un colibrí, el paseo a otra dimensión del gato, la foto que descubre en el cajón de los manteles y su rostro reflejado en el espejo…
Ese pensamiento mágico marca nuevas rutas en esta etapa sin él. Su concepción del tiempo es diferente y la muerte ya no es un concepto abstracto: se divisa en el horizonte, inevitable; perdonó, empujada tal vez por una última voluntad que su padre nunca dijo pero que sí imaginó. Disfruta ahora cada día y no pierde la oportunidad de decir te quiero. Tiene la certeza que puede ser la última vez.
Ese vacío se llena cuando en el altar de la casa pone la fotografía de su padre; ahí acompaña a nuestros otros muertos, a cuya ausencia ya nos habíamos acostumbrado; ese callo en el alma que se galvaniza con lágrimas. Tal vez el proceso de duelo incluya este paso, que implica la aceptación plena de la ausencia.
Por el momento, no llevará a su padre ni a bares ni a viajes, ya que preside su primer Janal Pixán. Volverá —ella espera que lo haga— a sus sueños; la seguirá acompañando, e incluso el recuerdo tendrá de nuevo el peso de una mariposa y su voz rasgue el silencio que reina desde ese 2 de junio, que parece ya tan lejos, que se siente aún tan cerca.
Edición: Fernando Sierra