Opinión
Iván Vallado Fajardo
04/11/2024 | Mérida, Yucatán
Una característica fundamental de la cultura maya fue su concepción amplia y profunda de la realidad. Mientras la visión occidental se centró en la relación exclusiva entre el ser humano y un dios, los pueblos politeístas, como los mayas, adoptaron una perspectiva más inclusiva que integraba un tercer componente esencial: la naturaleza. En la visión occidental, la naturaleza suele considerarse secundaria y, por ende, se le subestima, permitiendo su explotación y destrucción a través de la contaminación, la crisis climática, la extinción de especies, y prácticas como la tauromaquia. En contraste, para los pueblos que reconocen en la naturaleza a otros seres con vida, los animales y las plantas conforman una entidad de igual relevancia que los seres humanos y las deidades. Esto explica por qué los dioses en estas culturas politeístas suelen representarse como animales especiales —seres híbridos, poderosos, protectores, y hermanos simbólicos que acompañan y protegen a la humanidad.
Lo mismo ocurre con la concepción de la muerte. Las sociedades politeístas, muchas veces erróneamente denominadas "primitivas," entendían la muerte como una etapa más dentro del ciclo de la vida: una transición posterior a la existencia en este plano, pero no un final definitivo e irreversible. Aunque la partida de los seres queridos es siempre una pérdida que requiere duelo, reflexión y dolor, no se considera un drama desgarrador y sin retorno como ocurre en las tradiciones judeocristianas de Occidente (ya sea católicas, protestantes o sus múltiples variantes derivadas).
La concepción de la muerte en las tradiciones politeístas no solo invita a reflexionar sobre nuestra existencia en este mundo, sino que también nos permite reencontrarnos con nuestros seres queridos que han partido: volver a verlos, a sentirlos y a estar junto a ellos. En esta visión, los muertos no son figuras distantes y ajenas, como en algunas tradiciones católicas o protestantes, donde pueden percibirse como entes temibles, desconectados de nuestra vida y asociados a castigos o a la idea del infierno. Aquí, en cambio, nuestros muertos son eso: nuestros. Son una parte cercana y afectuosa de nosotros mismos; no inspiran miedo ni realizan actos de maldad, sino que permanecen como seres queridos que nos brindan cariño y compañía.
En Yucatán, como en otras partes de México, gracias a la supervivencia de ese pensamiento mezclado con otras creencias y dogmas, es que podemos volver a comer con nuestros muertos, lo cual regala una celebración fantástica, no sólo por la oportunidad de degustar un delicioso pib o mucbi pollo que simboliza el reencuentro, sino por la posibilidad de mantener el recuerdo y las líneas de afecto como parte de nuestra existencia. Esto es lo importante y no un concurso de altares en sí mismo como se ha dejado ver en años recientes.
Al igual que los mayas, muchos otros pueblos de origen politeísta no concebían la muerte como un ajuste de cuentas que pudiera condenar a tormentos eternos infligidos por un ser maligno, ideas que los monoteísmos desarrollaron para controlar a sus "fieles". Aunque todavía persiste propaganda religiosa que condena cualquier vínculo con “nuestros muertos” al considerarlos entidades diabólicas, gran parte de la gente ha adoptado —y sigue adoptando— la visión cultural que los pueblos indígenas nos legaron, una que permite una relación más cercana y respetuosa con quienes ya partieron.
Me pregunto: ¿Cuándo fue que el mismísimo San Pedro accedió a abrir las puertas del purgatorio y permitió a nuestros muertos venir a visitarnos? Es difícil dar una fecha exacta, pero probablemente sucedió durante la época colonial. Este tipo de acuerdos suelen ser procesos culturales que las comunidades elaboran colectivamente, frente a los cuales las instituciones religiosas terminan cediendo, quizá por conveniencia —por la eficiencia evangelizadora de aceptar, al menos en parte, las creencias de un pueblo neófito en lo nuevo, pero profundamente arraigado en lo suyo.
No hay nada de qué preocuparse: las religiones institucionales están llenas de rituales paganos que fueron adaptados y reformulados para hacerlos aceptables. A esto se le llama flexibilidad, lo opuesto a una cerrazón autoritaria. Cuando un proceso de este tipo se consolida y se convierte en un rasgo cultural compartido, hablamos de sincretismo. La verdadera preocupación, en cambio, es que las ceremonias dedicadas a nuestros muertos terminen reducidas a meras fiestas de disfraces o desfiles en las que el objetivo sea lucir la mejor vestimenta y no honrar el recuerdo ni la comensalidad con quienes nos antecedieron. Este vaciamiento cultural es, al final, una señal del individualismo promovido por el neoliberalismo.
Iván Vallado Fajardo es profesor investigador en Historia.
Coordinadora editorial de la columna:
María del Carmen Castillo Cisneros; profesora investigadora en Antropología Social
Edición: Fernando Sierra