Opinión
José Díaz Cervera
28/11/2024 | Mérida, Yucatán
No había manera de salir por la tangente. Los años 60 del siglo pasado constituyen una de las décadas más interesantes de la Historia Universal, porque en ellos se gestó no sólo el desarrollo de una radical inconformidad frente al estatus quo, sino también el origen de una renovación de las diversas esferas de la conciencia, a partir de una severa revisión y puesta en tela de juicio de la cultura hegemónica y de la cultura de masas.
En ese contexto se gestiona el producto cultural más importante e influyente del siglo XX: el rock. A pesar de las barreras idiomáticas, el rock se convirtió en una forma de expresión universal, tal y como sucedió con la música de Wagner hacia la última mitad del siglo XIX.
Había una raíz de inconformidad que hermanaba a las juventudes urbanas de occidente y les ofrecía una tenue matriz de identidad común, lo que, paradójicamente, propició también que muchos jóvenes pusieran su mirada en sus propias raíces culturales. En América Latina, además, la Revolución Cubana abrió caminos a una nueva manera de entender la circunstancia regional y ello devino en una serie de movimientos artísticos que hoy conocemos como “contracultura”, de donde surgió la llamada “Canción de Protesta”.
Circunstancialmente, en México y en Brasil se instrumentaban las recetas desarrollistas de la Cepal y, en el caso de nuestro país, se hablaba de un “milagro” anclado en un crecimiento económico sostenido de más de 6 por ciento anual durante varios años (en un período conocido como “Desarrollo Estabilizador”), lo cual, sin embargo, no inhibió las inconformidades que culminaron con una matanza de estudiantes ocurrida en 1968. Sobre la sangre fresca de muchos jóvenes mexicanos se realizó diez días después la XIX Olimpiada.
El hecho de que México fuera sede de la cadena de televisión más importante del mundo en lengua española es algo que no podemos soslayar en este recuento.
Paralelamente, en Indochina, durante la Guerra de Vietnam se contaban más de 100 mil muertes de jóvenes norteamericanos, buena parte de los cuales pertenecía a sectores oprimidos y/o discriminados que peleaban por ideales que les eran absolutamente ajenos, algo que fue denunciado por artistas como Bob Dylan y Joan Baez, quienes encabezaron un movimiento denominado “Protest Song” que ponía en tela de juicio las bondades del “sueño americano” y que culminó con una canción icónica de Bruce Springsteen (“Nacido en los Estados Unidos”) donde se reivindicaba a la clase trabajadora de ese país, pieza que Reagan quiso mañosamente desvirtuar intentando incorporarla a su discurso electoral durante la campaña de 1984. La inconformidad estaba allí y la canción era la mejor portavoz de ese descontento, y así vemos cómo en España la Nueva Canción Catalana tuvo en Serrat a su principal promotor, así como la Nueva Canción Castellana lo tuvo en Luis Eduardo Aute y Massiel, mientras que en América Latina surgieron figuras como Violeta Parra, Mercedes Sosa, Atahualpa Yupanqui, Alfredo Zitarrosa y Óscar Chávez, entre muchos otros.
Cuál era en esos momentos el panorama en Yucatán es un asunto de gran relevancia para entender el devenir de la Trova Yucateca (y de la canción yucateca en general).
Mientras tanto, en Argentina, en la ciudad de Rosario, un grupo de jóvenes que había encontrado en el rock una forma de expresar su inconformidad, comienza, a finales de los años setenta, a sacar provecho de la censura que el gobierno había impuesto (a consecuencia de la Guerra de las Malvinas) al rock en lengua inglesa, y así surge un movimiento —no del todo formal y orgánico— de jóvenes con intereses diversos que dio lugar a una manifestación musical que hoy conocemos como Trova Rosarina, donde se cruzaron el rock en español, el jazz, el tango, la milonga y la zamba, generando con ello una expresión llena de frescura que tuvo la virtud de ser original tanto en las temáticas como en la poética de las canciones.
Después de 40 años, la Trova Rosarina suena muy actual porque ha tenido la capacidad de dialogar con su tiempo y con su circunstancia sin renunciar a sus raíces. Hay que escuchar piezas como “La vida es una moneda”, de Juan Carlos Baglietto o la excepcional “Oración del remanso”, de Jorge Fandermole, para reconocer la altura estética que ha podido alcanzar la Trova Rosarina, desde una circunstancia política absolutamente adversa como fueron los años de los gobiernos militares que, sin miramientos, mataron, desaparecieron y torturaron a muchos ciudadanos argentinos.
Con la Nueva Trova Cubana, la Trova Rosarina y los diversos movimientos que conformaron la Nueva Canción latinoamericana y española, se desarrolló una sensibilidad que produjo nuevas formas del discurso amoroso, poetizó la protesta y fertilizó un incipiente sentido crítico entre los receptores, en un ámbito donde la balada dominaba la programación radiofónica con una enorme cantidad de basura poética y musical en la que muy pocos (como fue el caso de Armando Manzanero) supieron moverse con dignidad.
La Trova Cubana y la Trova Rosarina abrieron senderos para que las generaciones actuales de autores no se anquilosen en el ambiente viciado de la canción de consumo. Cantautores como Pedro Guerra, Jorge Drexler, Natalia Lafourcade, Soledad Pastorutti y Manuel García, entre otros, nos han ofrecido productos donde se aprecia una más sólida cultura literaria y una mejor factura musical, en un contexto donde los artistas tienen una mayor libertad determinada por las plataformas digitales. La canción latinoamericana está cambiando porque también están cambiando los consumidores y eso es importante para entender lo que sucede con la Trova Yucateca y para diseñar las estrategias de su impostergable puesta al día.
Edición: Estefanía Cardeña