Opinión
Rafael Robles de Benito
03/12/2024 | Mérida, Yucatán
Una vez más, termina una reunión cumbre de las partes sobre el cambio climático (la COP 29), que en esta ocasión tuvo lugar en la ciudad de Bakú, en Azerbaiyán, con un acuerdo que algunos han calificado de agónico, porque no se alcanzó sino hasta que la reunión estaba a punto de finalizar, y que no ha dejado satisfecho a nadie. Aunque parecemos condenados a contemplar cómo los gobiernos – y representantes de poderes fácticos – se reúnen año con año a discutir qué se debe hacer para detener, o al menos, abatir, los procesos que alimentan la creciente emergencia climática global, y fracasan en el intento de generar vías de solución eficaces, y mecanismos de distribución del esfuerzo que resulten aceptables para todas las naciones, independientemente del grado en que contribuyen a exacerbar el cambio en el clima, o sufren sus consecuencias.
Ya no sorprende la cada vez más angustiosa debilidad de la Organización de las Naciones Unidas, secuestrada como está por los grandes poderes con capacidad de veto en el consejo de seguridad. Su presidente, António Guterres, puede decir misa, pero las decisiones nacionales suelen hacer caso omiso de las recomendaciones de la ONU, y ésta clama con insistencia que las cosas no pueden seguir por el camino que van, sin que parezca haber una clara disposición para orientar el gasto de manera que puedan concretarse medidas capaces de cambiar el camino a la catástrofe. Los países poderosos prefieren poner su dinero en librar guerras que cada vez es más evidente que nadie ganará.
En ocasiones, la elección de las sedes donde se llevan a cabo las COP también da qué pensar: en 2018, se eligió la ciudad de Katowice, en Polonia, un centro fundamental para la producción y comercialización de carbón mineral en Europa. Este año se decidió llevarla a cabo en Baku, Azerbaiyán, donde además el presidente anfitrión de la reunión, Ilham Aliyev, dijo durante la sesión inaugural que “el petróleo es un regalo de dios”. Puede ser que mi lectura de las señales sea equivocada, pero no puedo remediar la impresión de que la UNFCCC (Comisión Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático) se da un tiro en el pie cuando elige, como foro para buscar acuerdos, y con el ánimo de resultar inclusiva y considerar los intereses de todas las partes, una ciudad que ha basado su economía en la extracción de carbón para generar energía, y después uno de los “petroestados”. Visto así, no es de extrañar que nos encontremos una y otra vez con un mundo que se resiste a la necesidad de mantener soterrados los combustibles fósiles, y migrar hacia formas de energía que no contribuyan más emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera. La próxima será en Belem, en la amazonia brasileña. Espero que eso sea un buen augurio.
En tanto eso sucede, Trump se prepara para asumir el poder en Estados Unidos, y nos hace temer que, desde su perspectiva negacionista, incremente los esfuerzos de ese país para extraer petróleo, incluso mediante fracking, con las implicaciones ambientales adicionales que esto tendrá; Putin aumenta la intensidad de los bombardeos sobre Ucrania, y Norcorea, con su terrorífico primer mandatario al frente, envía tropas al frente Ucraniano, para consolidar una alianza “antioccidente” con Rusia, a costa de vaya usted a saber cuántas vidas que parecen no importar a nadie, mientras Zelensky acelera el uso de las armas que “generosamente” le aportó occidente; Netanyahu insiste en su “solución final” y niega toda posibilidad de convivir con un estado Palestino digno, soberano y viable; el Amazonas se seca a un grado nunca visto y mueren botos (delfines rosados) en el barro de lo que fuera su cauce, se abate una DANA (“gota fría”) sobre Valencia, generando una catástrofe humana aunque nadie parece hablar demasiado acerca del desarrollo urbano desordenado, o de la deforestación; y el gobierno de nuestro país sigue pensando que invertir recursos en un tren contribuye a luchar contra el cambio climático global.
¿Cómo explican los países poderosos que trescientos mil millones de dólares anuales constituyen un verdadero sacrificio, generoso y solidario, cuando se requiere al menos el triple de ese monto para lograr lo que todos reconocen como los objetivos deseables en la atención a la crisis del clima? Es claro que sus prioridades están en otra parte, que no contribuye a la supervivencia de la especie, o a la sustentabilidad de una vida que goce de algo parecido a la calidad. ¿Y cómo les explicamos – todos – a los vulnerables pequeños estados insulares, que la inminencia de su desaparición bajo las aguas, como diminutas Atlántidas, no resulte para el resto del mundo un motivo suficiente para abandonar la narrativa convencional del desarrollo con crecimiento?
Y es que seguimos midiendo el desarrollo de los países en función de los mismos parámetros que imperaron a lo largo del liberalismo (del de siempre y el llamado “neoliberalismo”, como si alguna vez se hubiera abandonado el otro). Las economías del mundo siguen cifrando su apuesta de desarrollo en su capacidad para construir más y mejor infraestructura extrayendo materias primas, empleando recursos no renovables para generar energía, pretendiendo producir más monocultivos que contribuyan a la producción masiva de fuentes de proteínas animales. Los impactos que esto genera en la estructura y la capacidad de funcionamiento y resiliencia de los ecosistemas del planeta siguen entrando en las cuentas nacionales – y globales – como externalidades. Al parecer se piensa que después habrá tiempo para reparar el daño, o que podremos generar respuestas basadas en tecnología que permitan superarlo. La verdad es que ya no tenemos tiempo, y la respuesta no está en sumar tecnología novedosa. Hay que encontrar y emplear soluciones basadas en la naturaleza.
Edición: Fernando Sierra